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La profe

ENTREVISTA MONTERO - GONZÁLEZ.

LUIS GARCÍA MONTERO
Conversación con Ángel González
Ilustraciones: Bernardo Sanjurjo
Conversación con Ángel González
Los críticos suelen citar la antología de Gerardo Diego, Poesía española contemporánea, como un libro fundamental en la formación del canon de la generación del 27. Pero este libro fue también muy importante en el acercamiento de las generaciones posteriores a una poesía moderna, sobre todo si tenemos en cuenta las limitaciones culturales provocadas por la guerra y la dictadura. Creo que el libro fue también muy importante en tu formación. La Antología de Gerardo Diego fue muy importante para mi, y para muchos poetas de mi generación. Era un libro difícil de encontrar, pero todos o casi todos dimos con él en el momento oportuno. En ella pudimos conocer la obra de los poetas del 27, retirada, con pocas salvedades, durante muchos años de las librerías. Su lectura nos permitió incorporarnos a la tradición moderna de la gran poesía española del primer tercio del siglo XX. Yo la encontré relativamente pronto, en casa de Paco Ignacio Taibo, en la biblioteca de su tío Ignacio Lavilla, periodista (y pintor) gijonés que había sido muy amigo de Gerardo Diego durante los años en que éste residió en Gijón. Fue un hallazgo providencial. Sin su lectura, mi repertorio de influencias o de modelos, imprescindible para quien comienza a escribir poesía, hubiera sido mucho más pobre y anacrónico.

Aunque sé que te obligo a hablar sobre autores que has tratado minuciosamente en tus ensayos, quiero proponerte algunos nombres y algunas perspectivas que me parecen significativas. Por ejemplo, Juan Ramón Jiménez. Alguna vez has comentado que fue muy importante para ti su poesía, por lo que tiene de limpieza de la palabra poética, de alejamiento de la retórica decimonónica. Hoy tenemos otras experiencias, otras visiones, ¿pero se puede valorar su magisterio en el acercamiento de la poesía al idioma cotidiano?

Desde los 18 a los 21 años, yo dedicaba diariamente varias horas a leer la Segunda antología de Juan Ramón Jiménez. Llegué a saberme casi todos los poemas de memoria. A la edad que yo tenía entonces, una experiencia así, tan prolongada y constante, imprime carácter. En mis primeros intentos de escritura, yo era un aprendiz de poeta marcada e ingenuamente juanramoniano. Algo de eso le pasó a la mayoría de los autores del 27, aunque en ellos la influencia del maestro estaba bien matizada, y no era en absoluto mimética. La Segunda antología es el mejor libro de Juan Ramón, en el que se combinan sabiamente los logros más atractivos de su periodo romántico-modernista, retocados (o revividos) con eficacia, y los poemas nuevos, pertenecientes a la etapa de la “poesía desnuda”. La combinación fue para mí irresistible. En la Segunda Antología encontré todo lo que en años anteriores me había encantado en los poetas parnasiano-modernistas, pero transformado por un toque de sugerente vaguedad propio del arte simbolista; y el lenguaje nuevo, “desnudo de artificio” como quería Bécquer, cuya “desnudez” era más sorprendente en contraste con los enjoyados versos de su periodo modernista. Juan Ramón comprendió a tiempo que, como él dice en uno de sus aforismos, “quien escribe como se habla irá más lejos que quien escribe como se escribe”. En cualquier caso, su poesía “desnuda” no siempre recuerda la palabra hablada, a causa quizá de la extremada selección léxica que exigía su ambición de pureza lírica. Por ello, su magisterio en el acercamiento de la poesía al idioma cotidiano es dudoso. Con el paso de los años, mi fervor inicial por Juan Ramón ha ido perdiendo grados. “La indiferencia más absoluta por la vida”, que el reconoce en otro aforismo, hace de su poesía, como afirma Valente, “un viaje inmóvil que comienza en el poeta, pasa por el poeta y termina en el poeta”. Hay que reconocer que semejante viaje, si se prolonga más de lo debido, acaba resultando aburrido y muy poco estimulante.

Conversación con Ángel González
La figura y la obra de Antonio Machado son referente claro en tu poesía. En tu caso, el ejemplo moral es inseparable de una silenciosa indagación literaria, que asume más riesgos que las llamativas rupturas formales. ¿Sigue viva la aventura machadiana de superación del simbolismo? A la poesía de Antonio Machado llegué relativamente tarde, cuando se me pasó el deslumbramiento juvenil por “lo nuevo”. Machado, que no tuvo la superstición de la originalidad, podía parecer un poeta viejo en el contexto del arte de entreguerras, cuando la búsqueda de la originalidad era la gran vulgaridad del momento. Superada la fascinación un tanto infantil ante “lo nuevo”, relecturas más atentas de Machado me permitieron descubrir, bajo su lenguaje poco o nada novedoso, un mundo complejo y hondo de ideas y de sentimientos que irradia un inagotable halo de sugerencias. Él fue capaz de superar las limitaciones del simbolismo, proponiendo un mayor acercamiento a la vida, y de corregir la óptica idealista de los autores del 98, al destacar que la llamada decadencia espiritual de España era el resultado de una injusta distribución de la riqueza. En prosa y en verso, fue uno de los escritores españoles más penetrantes de su tiempo. En pleno auge de la poesía pura y de las vanguardias, Machado tuvo el acierto de elaborar su obra con todo lo que esos movimientos trataron de tirar por la borda: las preocupaciones éticas y políticas, la aproximación objetiva a la realidad, el tratamiento irónico y dialéctico de un rico muestrario de preocupaciones que le permitió evitar todos los excesos y armonizar muchas contradicciones, sin renunciar a ninguno de los términos en discordia: sueño y realidad, intuición y razón, tiempo e historia, intimidad y otredad, prosaísmo y lirismo, lenguaje cotidiano y palabra esencial... El simbolismo ya no es lo que era, pero la lectura de Machado sigue siendo un excelente antídoto contra las nuevas tendencias que insisten en alejar el arte de la vida.

Te gusta recordar a Gabriel Celaya, no sólo como un compañero de viaje político, sino como un poeta que significó una renovación literaria para tu generación. ¿Qué deudas y qué diferencias tiene el grupo poético del 50 con autores como Gabriel o como Blas de Otero?

La amistad de Gabriel Celaya fue para mí muy enriquecedora. Era un hombre de carácter en ocasiones difícil, pero muy fino, culto e inteligente. La imagen del poeta social dogmático y plano que sus enemigos han trazado, y en la que han querido petrificarlo, no responde para nada a la personalidad versátil y abierta del fundador en 1946 de la colección de poesía Norte, en la que publicó a poetas tan aparentemente ajenos a sus intereses como Rilke, Rimbaud y Blake. Ese Celaya, autor también de ensayos ejemplares sobre Bécquer y San Juan de la Cruz, nunca fue reconocido en su justo valor, y algún día debe ser reivindicado, sin olvidar nunca al escritor que se enfrentó decididamente, con palabras y con actos, a la dictadura. Durante la llamada “primavera del endecasílabo”, él tuvo el acierto de oponer a la amanerada y hueca retórica de los poetas garcilacistas un lenguaje poético nuevo y directo, basado en la lengua coloquial urbana, limpio de casticismos y otras coloraturas pintorescas, muy adecuado para expresar sin énfasis y con justeza lo que el poeta siente y piensa. El lenguaje natural, irónico, civilizado de Los poemas de Juan de Leceta es el antecedente más próximo y directo de la escritura de la mayoría de los poetas de mi generación; la gran deuda que los poetas del cincuenta tienen con Gabriel Celaya hay que anotarla en el haber de Juan de Leceta. El caso de Blas de Otero es diferente. Blas de Otero ponía en juego unos recursos retóricos tan personales que no podían ser continuados por otros; quien intentara seguir por su camino –y hubo quien lo hizo– estaba condenado a la muerte súbita. Blas de Otero fue un gran poeta que demostró que la poesía de temática “social” no era incompatible con la brillantez del estilo. En su poesía comprometida, creo que ellos, Gabriel y Blas, estaban más cerca de la estética y las metas del realismo socialista, y esa proximidad marca diferencias importantes respecto a los poetas que vinimos después.

Conversación con Ángel González
En la mayoría de los poetas de tu edad, el personaje literario brota del hijo de buena familia, que vive la guerra en el bando de los triunfadores y que aprende en su juventud a distanciarse críticamente de los suyos. Señoritos de nacimiento, por mala conciencia escritores de poesía social, como ironizó Jaime Gil de Biedma. Tú creciste en el bando de los derrotados con un hermano fusilado, otro exiliado y una hermana, maestra represaliada. ¿Eso matiza tu poesía? Mi vivencia de la guerra civil fue determinante de lo que podríamos llamar la politización de mi poesía. Para definir a mi promoción se ha propuesto el rótulo de “niños de la guerra, que yo rechazo. En primer lugar, porque la alusión a la infancia tiene unas connotaciones ternuristas que no me gustan. Y en segundo lugar, porque no dice nada especialmente distintivo de lo que fuimos como grupo. Todas las personas de mi edad fuimos niños durante la guerra, tanto los que acabaron cantando las glorias imperiales de España como los que nos empeñamos en mostrar sus miserias. Y luego está el hecho que tú apuntas: no todos los que eran niños en 1936 vivieron la guerra del mismo modo, para muchos de ellos la guerra era un asunto lejano y ajeno. Por ejemplo, Jaime Gil de Biedma, que pasó aquellos años en la paz de La Nava de la Asunción, y pertenecía a una familia “afecta” a los sublevados, no se enteró de lo que había sido la guerra hasta llegar a la edad adulta. Él explica muy bien en sus poemas el proceso que lo llevó desde la inocencia a la anagnórisis. Pero yo, que vivía en pleno campo de batalla –Oviedo fue una ciudad sitiada durante casi dos años—y en el seno de una familia perseguida con saña por los que resultaron vencedores de la contienda, no fui nunca inocente. El horror que viví por entonces llegó a ser parte de mi intimidad, y no necesité reflexionar para comprender su alcance. Ni siquiera, años más tarde, necesité recordar aquella experiencia para tomar partido: no la había olvidado, y desde ella escribí muchos de mis poemas.

Hemos hablado mucho de las diferencias que hay entre el yo biográfico y el personaje literario. Las relaciones son complejas, porque los espacios autónomos de la estética y la vida están inevitablemente llenos de interferencias. Es paradójico que la distancia entre la realidad y la ficción sea la que permite precisamente la sinceridad estética. ¿La conciencia de la distancia entre el yo biográfico y el personaje literario es la que te ha permitido que tu personaje se parezca cada vez más a tu persona? ¿Es esta la distancia íntima que convierte la poesía en un modo de conocimiento?

El “yo” que con frecuencia habla en mis poemas no soy exactamente “yo”, sino una proyección de mí mismo. Con el tiempo, acabé siendo consciente de que ese hecho implica distancia; cuando me expreso en los versos me descoloco, me sitúo en otro lugar y, puesto que no tengo el don de la ubicuidad, el “yo” escritor no puede ser nunca el “yo” que aparece en la escritura, que es un ente creado, y por lo tanto ficticio. No sé si estoy complicando demasiado un asunto que Pessoa resumió en un verso muchas veces citado: “el poeta es un fingidor”. El verbo “fingir” denota falsedad, mentira. Pero el poeta que finge ser el autor del poema no tiene por qué mentir; es más: está obligado, si quiere que el fingimiento sea eficaz, a decir la verdad. Si yo soy un impostor que quiere hacerse pasar por el señor marqués, tendré que comportarme y hablar como se comporta y habla el señor marqués. Pero si el “yo” que aparece en el poema quiere hacerse pasar por Ángel González, no tendrá más remedio que pensar y actuar como piensa y actúa Ángel González. Desde que comprendí que toda poesía confesional es el resultado de ese juego de proyecciones, desdoblamientos e imposturas, intento, ya deliberadamente, que el personaje por mí creado, para que sea creíble, se parezca cada vez más a mi persona. El poema es una efigie del ser, una imagen. Y contemplar la imagen que uno proyecta de sí mismo produce a veces sorpresas, no siempre agradables. Como tú dices, la escritura (y la lectura) de un poema es un modo de conocimiento; en el caso del escritor, de re-conocimiento o de autoconocimiento.

Conversación con Ángel González
¿Qué deseo te lleva a vencer la pereza o la inseguridad que simboliza el papel en blanco? El poema puede empezar por una idea (que necesita matizarse), una música (que exige materialización temática), una escena anecdótica (que se trasciende en una significación humana o histórica), una ocurrencia o unos versos felices (que admiten un desarrollo superior), etc. ¿Qué te suele empujar a la creación? El poema casi nunca surge de una idea previa, al menos en mi caso, sino de un grupo de palabras, de uno o varios versos ya hechos que me vienen de pronto a la mente de manera espontánea e imprevista. Esas palabras son el núcleo generador del poema. Por supuesto tienen un sentido, dicen algo, pero si sólo recuerdo el argumento y olvido las palabras concretas que lo expresan, el poema se muere antes de nacer. La necesidad de atenerse a esas palabras precisas e insustituibles –no valen otras, aunque digan los mismo—indica que el poema es ante todo forma, que la forma es la causa de la relevancia del contenido del poema. A partir de esas palabras o versos dados, comienza la elaboración del poema. Hay que saber a dónde van esos versos, llevarlos hasta el final que ellos exigen. Es un proceso de tanteos y rectificaciones que puede durar meses o años.

La ironía es un rasgo clave en tus libros. ¿Necesitas la distancia y el humor para decir cosas demasiado serias? ¿Es inseparable de los procesos de conocimiento? La ironía fue una estrategia necesaria en los tiempos de la censura para que el lector “oyese” lo que estaba prohibido decir. Pero la ironía acabó siendo en mis poemas, y en casi todos mis compañeros de promoción, mucho más que un recurso coyuntural. La ironía ha llegado a ser para mí una manifestación de pudor, que me permite tratar determinados asuntos dolorosos sin dramatizarlos, distanciarme de ellos. En ese aspecto, es una manera respetuosa y civilizada de relacionarse con el lector, a quien no conviene abrumar con gestos excesivos. Por otra parte, la elocución irónica, en la que las cosas no son lo que parecen, se corresponde fielmente con mi visión de un mundo radicalmente ambiguo; en muchos de mis poemas, la ironía es a la vez forma y fondo, expresión y contenido. Entre todas las figuras que recoge la retórica, la ironía es acaso la más misteriosa y elusiva, la que cumple con mayor rigor las exigencias del lenguaje específicamente poético, ya que ensancha la capacidad significativa de las palabras, que expresan más de lo que dicen en su literalidad. Desmitificadora y subversiva, es una invaluable herramienta de múltiples usos para un poeta que tiene fe en pocas cosas, y pretende afirmar ese resto de fe en contra de las mentiras que mueven o paralizan el mundo. Desde el otro punto de vista, la ironía estimula la imaginación del lector, lo obliga a mantenerse alerta, pues es él quien tiene que descubrir la información no enunciada que los textos irónicos proponen. Y ese descubrimiento produce sorpresa, desfamiliariza lo cotidiano, que es una de las grandes virtudes de la poesía. La sorpresa súbita ante las cosas que habitualmente vemos con indiferencia es la chispa que pone en marcha la escritura y, en justa correspondencia, el descubrimiento en el texto de lo inesperado impide que la lectura derive en aburrimiento.

El desaliento y el pesimismo ante las trampas del porvenir aparecen con frecuencia en tus poemas, porque se trata también de un modo de reconocimiento de la realidad. Pero, bajo esas sombras, es posible advertir una fe vital, una carrera a largo plazo, como si fuésemos avanzando inevitablemente, aunque sea de fracaso en fracaso. ¿Qué valor le das tú a esa corriente vital, constructiva, que podemos condensar también en el título "Palabra sobre palabra"?

Después de muchos años de escritura, creo que soy consciente de algunos de los resortes y mecanismos íntimos que la movilizaron, y que antes actuaban en mí sin yo enterarme. Mi experiencia justifica una visión pesimista del mundo. Ahora sé que soy un vitalista decepcionado, pero también entiendo que la decepción no se puede producir si no hubo una ilusión previa. Las dos cosas, decepción e ilusión, están en la base de mis poemas; cada una de ellas no se explica sin la otra. Es un proceso complicado: la decepción reactiva en mí el recuerdo de las ilusiones que la causaron, a las que todavía y pese a todo me niego a renunciar. Puede parecer paradójico y es, una vez más, irónico, pero el sentimiento de fracaso y de derrota me confirma la legitimidad de las causas perdidas, me devuelve la fe en ellas, la conciencia de su necesidad. La realidad no puede prevalecer sobre el deseo, al menos mientras el deseo siga vivo. Algunos pensarán que soy un iluso, o un idealista, y lo sería en efecto si no tuviese muy viva la conciencia del fracaso. La dualidad que he señalado está resumida en el título de uno de mis libros, Sin esperanza, con convencimiento. La corriente constructiva que tú adviertes responde al empeño, no deliberado, de darle a la vida un sentido que quizá no tenga, y a la historia una finalidad que la dinamiza.

Conversación con Ángel González
Has confesado que en la época abierta por los poemas de "Procedimientos narrativos" perdiste la fe en el lenguaje. ¿Qué significa para ti el lenguaje? ¿Hasta que punto las crisis del lenguaje poético asumen una crisis ideológica más amplia? El lenguaje es el inventario del universo, el primer intento de poner orden en el enigma de nuestro mundo, que sólo podemos considerar nuestro cuando somos capaces de nombrarlo. Lo que no tiene nombre no existe; y si existe, acabará por tenerlo. Con el lenguaje nos comunicamos, nos expresamos y pensamos. Para mí, lenguaje y pensamiento son términos sinónimos. Alguien dijo que no pensamos con palabras: pensamos palabras. ¿Cómo podemos pensar lo innominado? Las palabras son ideas, las únicas herramientas de que disponemos para devanar la a veces enmarañada madeja de nuestro pensamiento. Por todo lo dicho, yo sigo creyendo en la capacidad activa, creadora, de las palabras. Si en un momento determinado se debilitó mi fe en ellas, es porque las ideas que conllevan parecían ser ineficaces; el descrédito de las ideas implica el descrédito de las palabras. Pero ahora vuelvo a pensar como antes. Las palabras, si están bien urdidas, nunca son inútiles. Un gran poema puede iluminar la realidad con una luz nueva, y esa iluminación inesperada equivale a una transformación del mundo. Tal vez por eso Cernuda afirmaba que el poeta es siempre un revolucionario.

En 1972 dejas Madrid, sales de España, y aceptas una invitación de la Universidad de Nuevo México para enseñar Literatura Española. ¿Qué significó salir de España? ¿Y qué dejabas, además de tu trabajo en el Ministerio? Lo que dejaba, ante todo, era un país en muchos aspectos para mi invivible: la España de Franco, de la que ya estaba muy fatigado y a la que se le pronosticaba larga duración. Cuando Franco murió milagrosamente muy pocos años después, pensé en regresar, pero mi nuevo trabajo de enseñante de literatura, que no podía ejercer en España y que acometí con entusiasmo que no tardó en enfriarse, me retuvo en América. No sé si cambié las orejas por el rabo. EEUU es el país de las mil caras, y no todas son hermosas; muchas de ellas dan miedo (pero ese país es más temeroso en el exterior que en el interior, aunque ahora las cosas se están equilibrando). En cualquier caso nunca me sentí fuera de España, a donde vuelvo con frecuencia y por largas temporadas, como hice siempre. En Nuevo México vivo gustosamente bastante aislado y un tanto aburrido, pero eso tiene un lado positivo: me obliga a trabajar, y allí hago lo poco que hago. En España, en cambio, me divierto mucho, pero no sé hacer otra cosa. Necesito los dos espacios, ir y volver. Creo que ya no podría quedarme en uno de ellos para siempre.

Al ver ahora las transformaciones del país, sus progresos, su modernidad, ¿hay algo que eches de menos? ¿Algo por lo que sentir una nostalgia, no sólo personal? Echo de menos algunas actitudes; el inconformismo, por ejemplo, la solidaridad. Y la falta de un pensamiento de izquierdas capaz de ofrecer una alternativa eficaz a las viejas posiciones de una derecha cada vez más desvergonzada y prepotente. Y sobre todo (aunque ahora estoy entrando en el terreno de la nostalgia personal) noto la falta de muchas personas que me acompañaron durante décadas inolvidables.

Y en el capítulo de las decepciones, ¿hay algo que duela en este porvenir que por fin ha llegado a España? ¿Cómo se ve el futuro por dentro? El capítulo de decepciones está cubierto por lo que digo en mi respuesta anterior. Este presente es el futuro con el que soñaba cuando tenía veinticinco años. Entonces, en mis primeros viajes a Europa, contemplaba con envidia la libertad de la que se disfrutaba en países como Francia e Italia, en los que manifestantes comunistas con banderas rojas y puños en alto se cruzaban pacíficamente con procesiones dirigidas por curas con sotana, cruz alzada e incensarios. Aquello para mí era increíble, y pensaba que para que en España se diesen situaciones semejantes tendrían que pasar muchas décadas. Tuvieron que pasar en efecto muchas décadas, pero pasaron. Ahora en España hay hasta libertad religiosa, algo sorprendente en un país tan religioso. No voy a quitarle importancia a las libertades al fin conseguidas, pero me doy cuenta de que eso no era todo, que no se cumplieron otros sueños que hoy parecen aún más lejanos que antes, tal vez por el hundimiento del llamado socialismo real. El hecho es que la llegada de la democracia produjo entre nosotros el fenómeno del “desencanto”, que yo no entendía muy bien en mis regresos a España durante los primeros años de post-dictadura. Jaime Gil de Biedma lo atribuía a que la gente no había comprendido que la democracia es, como los cuartos de baño, algo muy práctico pero muy aburrido. Quizá tenía razón. En todo caso, si hemos de contentarnos con sólo democracia, sería deseable que la democracia fuera de verdad democracia.

A estas alturas, preguntarte por el sentido de la poesía, por las razones del género, es invitarte a explicar una vez más las claves de tu poética. Pero también es una forma de hacer balance. ¿Qué te ha dado la poesía? ¿Qué le has dado tú? ¿ Hay algo de lo que te arrepientas? Ojalá le haya yo dado algo medianamente valioso a la poesía. A la poesía me acerqué sin querer. Alguna vez dije, apuntado a mi falta de voluntad, que casi todo lo que hice en esta vida lo hice sin querer; incluso amé sin querer a quien amaba. Amar queriendo sería amor premeditado, adrede, y eso no es amor. Sólo pongo empeño en hacer las cosas que me son indiferentes; las otras, las que me importan, tengo que hacerlas, lo quiera o no. Así me pasó con la poesía, que escribí siempre, o casi siempre sin querer, porque no tuve más remedio, como respuesta a una necesidad. Cuando me pongo a escribir un poema, es porque el poema está ya ahí, reclamando una asistencia que no puedo negarle. Por eso escribo poco, cada vez menos y a la espera de que algo ocurra; lo que otros llaman “inspiración” yo prefiero llamarlo “ocurrencia”, pues los poemas son cosas que suceden, que me ocurren ya, por desgracia, pocas veces. Por la gratuidad con que me entregué a ella, a la poesía nunca le pedí nada. Sin embargo, la poesía me dio muchas satisfacciones. Como lector y como escritor, me ayudó a entenderme y a conocer mejor el mundo, me permitió sentirme libre en tiempos de opresión, me sirvió para superar algunos momentos difíciles, me acercó a personas admirables que sin ella no hubiese conocido, me abrió caminos por los que nunca habría transitado, me estimuló a pensar y a sentir. Y no me arrepiento de nada, ni siquiera de mis peores poemas, porque sé que también fueron para mi necesarios.

Me atrevo a pedirte que resumas tu vida en tres greguerías sobre tres ciudades: Oviedo, Madrid y Alburquerque.

Oviedo ya no es para mí la ciudad real, sino el escenario de un sueño recurrente. Madrid es el lugar de cita con mis amigos. Y Alburquerque el punto de encuentro con mí mismo.

ANTONIO RODRÍGUEZ SALVADOR

De la poesía cínica al lector estoico

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Por: Antonio Rodríguez Salvador
rsalvador@hero.cult.cu

 

 

Usted puede decir la palabra vaca, manera de contagiar esplendente mansedumbre, digamos una vaca en medio del verde prado, con su cencerro y la margarita en la boca, y, en cambio, despertar en el interlocutor cierto trauma de la niñez o la realidad inmediata. Si bien para uno representa la visión de la que pasta mansamente en la campiña, quizá para otro es la evocación del arduo escape que le obligó subir al árbol. Reducidas a arquetipos, estas experiencias se transubstanciarían en recuerdos de bienestar para aquél y de espanto para otro: la bella y la bestia; lo paradisíaco y lo infernal

Al estudio de estos equívocos que irreconcilian significantes con significados: donde toda palabra dicha, toda sintaxis, genera tantos sentidos como receptores potenciales existen (sin excluir de estos a los sucesivos yoes receptores que somos al navegar por el río de Heráclito) Jaques Derrida lo llamó teoría de la descontrucción. Una vaca que estaría negando infinitamente su cualidad de vaca, para trocarse en suerte de Proteo, que una vez imaginaremos como especie, y otra como género, o la diferencia, o la propiedad o el accidente, por solo reducir la múltiple vaquinidad a las universales cartesianas. Lo contrario —mirada la antítesis desde ojos aristotélicos— diría Roland Barthes en La cámara lúcida: “¿Por qué no habría de haber, en cierto sentido, una nueva ciencia para cada objeto? ¿Una Mathesis singularis (y no ya universalis?)”. ¿Pero no era esto lo que soñaban conseguir los partidarios de la escuela cínica: la imposibilidad de cualquier juicio que no fuera la pura y simple afirmación de una identidad? En algún lugar del Hades, Antístenes le diría nuevamente a Platón: “Veo el caballo; pero no la caballinidad”

De modo que aquí asalta la primera de una serie de paradojas que que tributan a la soledad del poeta —o la perplejidad del lector— porque con un mayor nivel de concreción de pronto también obtendríamos un mayor nivel de abstracción. Tomemos por ejemplo el hiperónimo “animal”, y tratemos de descomponerlo entre sus múltiples hipónimos: león, caballo, vaca… Ya vimos, sin embargo, que la palabra vaca puede ofrecernos múltiples significados. De modo que iniciaremos el proceso por una vía en apariencia menos fragosa, y para ello propongo volver a la palabra “animal”, entendida esta no como ser orgánico que vive, siente y se mueve por propio impulso, según la definición expresada en el Diccionario de la Lengua, sino únicamente como signo lingüístico. Una palabra que tiene siete letras, diría por mero palpamiento metalingüístico; la primera de ellas es la “A” ¿Pero de dónde proviene ese signo que identificamos como “A”? ¿Por qué se escogió justamente el garabato que semeja una casita o una escalera de mano vista por el lateral, y no un círculo con virgulilla, o una raya con tilde, para simbolizar esa vocal cuyo sonido recuerda un bostezo? Tendríamos que remontar miles de años, y adentrarnos en la historia del alfabeto, para de ese modo conocer que la convención hoy identificada como “A” derivó de enderezar el signo fenicio <, que ellos llamaban aleph: o sea, vaca. Así, volviendo a nuestro examen, anotemos entonces que, de cierta manera, la palabra animal incluye en su construcción tipológica no una, sino dos vacas —tanto como la palabra vaca, que asimismo contiene otras dos vacas— pero estas vacas no son justamente iguales: y no sólo porque una se refiera al animal como ser vivo, y otra a cierta letra de la palabra que lo expresa, sino que también, en este último caso, una vaca está colocada antes y la otra después; una lleva acento prosódico y la otra no. Pero asimismo podemos decir que la palabra vaca contiene cierta idea originada por un olvidado gramático fenicio, su particular visión alegórica (yo, que ahora recuerdo una vaca vista de frente, hubiese identificado la A con V) En fin, ¿No fue con el dilema de la multiplicidad de significados de un mismo significante que comenzamos nuestra disquisición? Se me ocurre pensar que en su cuento El aleph, un personaje que desde la indefinición de un punto consigue contemplar la vastedad del universo, Borges propone adentrarnos en esta suerte de laberinto.

Así, dando otra vez por cerrada la discusión sobre la llevada y traída caballinidad, nuevamente Platón respondería a Antístenes: “Es que no tienes ojos para verla”. Porque lo subjetivo, en tanto es determinado por el individuo, —pleonasmo usado en razón de que, ciertamente, objetividad también solemos llamarle a la fortuita coincidencia de muchas subjetividades— genera suficiente entropía como para imposibilitar el funcionamiento del sistema que pretenda universalizarlo. Recordemos que de alguna manera la mathesis universalis permite concebir que no haya conocimiento ni ciencia, sino subjetividad, lugar propio de la inteligibilidad. Así, la paradoja antes enunciada genera una nueva paradoja, —o una paradoja de base exponencial— presentada por una parte en el extravío en que se sumen los significantes, por su carácter abierto —que como reacción genera una poética cada vez más particular y por tanto cerrada— todo lo cual se opone a la angustiosa necesidad de conseguir una visión común de las cosas (general y a la vez particular; abierta y al mismo tiempo cerrada), que a su vez contradice la mirada unidimensional de las culturas (cerrada y al mismo tiempo abierta; general en tanto es convención de lo particular).

Amenazo con una dilución en el infinito; de modo que, con otro ejemplo, tomado este de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, ilustraré cómo pudiera multiplicarse este laberinto de Babel:

… El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego, pero lo que se le escapaba ahora era el porqué del juego. El fin de cada partida es una ganancia o una pérdida, pero ¿de qué? ¿Cuál es la verdadera apuesta? En el jaque mate, bajo la base del rey destituido por la mano del vencedor, quedaba la nada: un cuadrado blanco o negro. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la esencia, Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducían a una tesela de madera cepillada.

Entonces Marco Polo habló: —Tu tablero, Majestad, es una taracea de dos maderas: ébano y arce. La tesela sobre la cual se fija tu mirada luminosa fue talada en un estrato de tronco que creció en un año de sequía: ¿ves cómo se disponen las fibras? Aquí se distingue un nudo apenas insinuado: una yema trató de despuntar un día de primavera precoz, pero la helada de la noche la obligó a desistir—. El gran Kan no había notado hasta entonces que el extranjero supiera expresarse con tanta fluidez en su lengua, pero no era esto lo que le pasmaba. —Aquí hay un poro más grande: tal vez fue el nido de una larva, no de carcoma, porque apenas nacida hubiera seguido cavando, sino de un brugo que royó las hojas y fue la causa de que se eligiera el árbol para talarloEste borde lo talló el ebanista con la gubia para que se adhiriera al cuadrado vecino, más saliente…

La cantidad de cosas que se podían leer en un trocito de madera liso y vacío abismaba a Kublai; Polo le estaba hablando ya de los bosques de ébano, de las balsas de troncos que descienden los ríos, de los atracaderos, de las mujeres en las ventanas…

En fin, el ébano, las balsas, los troncos, los atracaderos, y las ventanas por donde se asoman mujeres, pudieran tener como elemento común la madera. Pero esta es una madera que, desconstructivamente, manifiesta cada vez una cualidad distinta, y en consecuencia propone sentidos diferentes. No ya porque también es otra la mujer que pudiera evocar Kublai en relación con la mujer que evocaría un lector cualquiera, —porque otro será el color del río donde se refleja el bosque de ébanos, y su anchura que modificará la perspectiva, y hará la visión de las balsas de troncos más cercana o más lejana, sin descontar, por ejemplo, el rebrillar del sol en el agua frente al atracadero que imposibilita mirar en cierta dirección sin ofuscarnos— sino que también cada uno de estos objetos tiene en sí mismo su propio fragmento de madera donde, como cajas chinas, se puede dar con infinitos mundos. Y ni aun cuando consigamos convertirnos en Polo o Kublai Kan para mirar desde sus ojos cierta mujer en la ventana: no su arquetipo, no la visión platónica, sino una mujer concreta, sonriente o meditabunda, rubia o trigueña, de peplo amarillo o chaqueta marrón;Pierre Menard, autor del Quijote, Borges bendijo otras derivaciones: un mismo fragmento del Quijote, de acuerdo con los contextos de un lector posible, expresa un sentido para inicios del siglo XVII y otro para mediados del siglo XX. tampoco nunca será igual un Polo enamorado a un Polo iracundo —o a uno somnoliento, o enfermo, o a aquel que en cierta ocasión recibió un par de azotes en las posaderas.

O sea, con la misma mirada alien con que escruta los tiempos que corren, a lo Umberto Eco, el poeta diría: “se puede describir generativamente un texto viéndolo en sus presuntas características objetivas; y diciendo, sin embargo, que el esquema generativo que lo explica no pretende reproducir las intenciones del autor, sino la dinámica abstracta por la que el lenguaje se coordina en textos según leyes propias y crea sentidos independientemente de la voluntad de quien enuncia”.

Pero, veamos, que el malentendido no es lo común en la comunicación humana, se rebelaría entonces el lector dejando traslucir un tonillo de sorna, y, con la misma irreverencia del poeta justamente por contradecirlo —vaya lógica paradójica— también diría: Son los tiempos que corren. Literalmente corren, enfatizaría la acción, asistiendo al proceso de ver cómo la humanidad se aboca a su tercera revolución científico técnica —como es sabido, la primera empezó con la máquina de vapor y la segunda con la electricidad— porque ahora apuntamos, gracias a la Internet y los avances de la electrónica, a un mundo de comunicación expedita. Caramba, que el estremecimiento retórico o metalingüístico no debe ser más importante que la sugerencia dialógica donde yo disiento o ratifico, donde discuto e incorporo, y no que apenas consiga entender —o generar— lo que permitan mis limitados referentes ¿No vamos acaso —¿Cuándo la lengua no ha ido?— a la descomplejización del signo, una exactitud en constante expansión? Las perífrasis, continúa el lector, por lo regular incorporan en su enunciado buena parte de retórica, mucha mas acústica que iluminación semántica; suerte de literalidad invertida, en tanto parten de un significado liso para atraer la mirada al ornamento estructural. Las palabras simples, en cambio, han evolucionado lo bastante como para estallar en significados trascendentes: vida, muerte, luz, amor, esperanza, pasión… Cada una de ellas, en manos de Polo, pudiera representar algo semejante a una tesela de madera: múltiples cajas de Pandora donde se consigue destapar complejos niveles de sugerencia.

Es cierto, continúa el poeta, pero poesía —en términos contemporáneos— lleva en sí su naturaleza y no necesita señalar afuera su identidad. Es inmanencia y, al decir de Virgilio López Lemus, “no tendrá otra misión en la vida que la de existir, ser ella misma y para sí”. Caña al viento que emite susurros sin tener conciencia de ello. ¿No es acaso triste el ululular de los cipreses en el camposanto, semejantes a cúpulas góticas que apuntan al cielo?: he aquí la primera derivación concreta de mi pensamiento, mirada que se regocija, al tiempo que se abruma; lo específico que provoca pensar en lo inconmensurable: pequeñez humana ante la vastedad del universo (he aquí la abstracción y el sentimiento derivado de la visión concreta).

En el arte clásico, según hizo notar Barthes en El grado cero de la escritura, un pensamiento ya formado engendra una palabra que lo “expresa” o lo traduce”, pero “en la poesía moderna las palabras generan una suerte de continuo formal del que emana poco a poco una densidad intelectual o sentimental, imposible sin ellas”. De modo que la poesía ya “no es una prosa ornamentada o amputada de libertades. Es una cualidad irreductible y sin herencia. Ya no es atributo, es sustancia, y por consiguiente, puede renunciar a los signos, pues lleva en sí su naturaleza y no necesita señalar afuera su identidad”. De esa manera, la poesía conseguiría alcanzar la aspiración de los filósofos cínicos: bastarse absolutamente a sí misma. Como Diógenes de Sinope, el Sócrates loco, la poesía es ciudadana del mundo y procura librarse de las necesidades que la esclavizan.

Por eso, en la poesía moderna, algunas palabras suelen ser esquivadas no sólo por cierto cansancio generado por la tradición, —énfasis que hurta libertades al sentido— sino porque en ellas mismas expresan pensamientos de reducido espesor semántico: bienes del placer que en realidad son males del conocimiento. Como dijo Borges: en el vertiginoso momento del coito, todos los hombres son el mismo hombre. Así, el hecho poético moderno no debe entenderse como texto escrito por un nuevo Adán que con circunlocuciones da nombre a las cosas, sino, en todo caso, el de un Adán posmoderno que a cada instante designa múltiples identidades con un mismo circunloquio: escrúpulo ante el signo que se pierde en el signo; existencia en el texto, más que existencia del texto.

Tenemos derecho a pedir que la palabra informe, no sólo ornamentada con una prosodia rumorosa, vehemente de imágenes y hecha de sorpresas, sino también aportando evidencias de la historia. Y la poesía lo hace; pero no de la manera unidimensional a que un lector displicente acostumbra, especie de fatalismo del conocimiento que solo es patrimonio del emisor, sino participando dinámicamente en la actualización de la sustancia dialógica filtrada por múltiples interrelaciones a lo largo del tiempo. Diálogo que pasa por la sucesividad de paradigmas innatos que, según Noam Chomsky, estructuran generativamente nuestra capacidad lingüística, y se activan y concretan con la interacción social. Así, la intención del poema, lo mismo que lo propuesto por los artistas del ready-made, no es que el lector pregunte: ¿Qué significa esto?, sino ¿qué yo significo en todo esto?

 

Recordemos que San Jerónimo —o Michel Foucault por San Jerónimo— advierte que el autor es un momento histórico definido y punto de confluencia de un cierto número de acontecimientos. De modo que proponer verdades universales resulta imposible para un autor sometido a la fatalidad de ciertas convenciones históricas o locales, que al cabo resultan irónicamente opuestas al carácter cosmopolita y diacrónico de la posmodernidad.

Pero habría que preguntarse: ¿La verdad existe? Por lo menos no en la poesía que rige la vida, que no se funda sobre verdades geométricas —como la verdad demostrativa de las matemáticas— sino únicamente sobre lo verosímil: imperio de lo probable, mimesis del mito que niega el mito, fatalidad de Tántalo afiebrado por la sed de conocimientos ante el océano de sabiduría que resulta esquivo. De algún modo asistimos así a un eterno regreso a Sócrates, cuyo espíritu se afirma lo mismo en la rigidez cartesiana que en la relatividad posmoderna. Si la suma de lo conocido pudiera representarse con un cuadrado que llamamos a, y, en consecuencia, fuera de aquél se encontrase lo desconocido (ya sea el infinito o lo indefinido), la franja donde se originan las dudas estaría determinada por la sumatoria de los lados a+b+c+d de a; es decir su perímetro, el cual nos arrojaría un número X. Pero si nuestro conocimiento aumentara, digamos por ejemplo al cuádruplo de a, entonces el perímetro del hipotético cuadrado que llamaremos b, sería proporcionalmente mayor, o sea (2a+2b+2c+2d = 2X), y, así, paradójicamente, con una mayor cantidad de conocimiento, tendríamos también una mayor cantidad de dudas.

Jaques Derrida llamó différance a este pensar paradójico, una palabra inventada por él, y que se refiere a los dos significados simultáneos del verbo francés diferer (lo diferente y lo diferido). Así, si estoy pensando en un animal cualquiera, inicialmente habría de descontar las plantas, los minerales, y todo lo que no sea lo animal Luego, si digo que ese animal tiene cuatro patas, entonces elimino los pájaros, los peces, y todos los animales que no tengan cuatro patas. Y así continúo hasta averiguar el animal en cuestión. Pero la posibilidad del significado se difiere (se suspende) ya que todas las palabras se definen asimismo a través de otras palabras, que a su vez necesitan definición. Como diría Nietzsche: si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro. O sea, sabemos que animal es, pero no porque este tenga un significado, sino porque hemos eliminado todos los significados (diferidos) que no es. Así, mientras más se amplía el grado de conocimientos, en tanto aquellos representan una mayor cantidad de lo que no es, más difícil resultaría llegar al concepto de una identidad. Paradoja de una iluminación que, sin embargo, deja un agujero ininteligible en el corazón de la palabra; o la visión contraria, según cierto ángulo desde el cual miró Antonin Artaud: “algo furtivo que arrebata la palabra encontrada, algo que destruye el pensamiento, que impide ser lo que podría ser”.

En cualquiera de ambos planos, cierto espacio vital del concepto deriva en un quasi impoder, especie de nada conocida, o de todo en cero, donde al pensamiento le sucede como a José K., que, mientras más se aproxima al Castillo, más arduo le resulta su acceso. Un camino donde la verdad es estorbada por un permanente bache en la información, si es que podemos definir como bache algo que tampoco sabemos qué es, y que, en definitiva, puede ser tan liso como el relieve de la palabra vaca sobre la cuartilla. Terrible es conjeturar, entonces, otra sutil paradoja: no reconocer la falta de una información, porque la falta de información lo impide. Así de angustiado debió sentirse Sócrates —quizá el primer posmoderno de la historia— ante la fatalidad descontructiva que emana de cualquier pregunta. Ahora lo intuyo extrañado de sí mismo, en perpleja epojé ante un vacío colmado de fugaces apariciones: martirio de la duda (imperturbable posibilidad de “lo que no es” dentro cualquier razón) Porque obstinada es la esquizofrenia de un lenguaje que consigue igualar lo disímil en una misma frase: amica silentia lunae, según Borges, ahora significa la luna íntima, silenciosa y luciente, pero en la Eneida significaba el interludio, la oscuridad que permitió a los griegos entrar en la ciudadela de Troya. ¿Traviesa o tarda la palabra que ignora lo que un día enunció Avicena: “dos contrarios no pueden pertenecer simultáneamente a una misma cosa”?. Y parecería entonces que lo esencial del hombre sin remedio se puede perder para el hombre, condenado como estaría este a la tartamudez que impide fluir libremente la estruendosa orgía de su imaginación; pero en medio de tal desconcierto siempre resurge la poesía —caracol nocturno en un rectángulo de agua: comunión de sentidos expresando complejas emociones que de otra manera no sabríamos nombrar.

 

© Antonio Rodríguez Salvador

Octubre de 2007

 

 

 

 


Antonio Rodríguez Salvador. Escritor jatiboniquense , es ganador del premio nacional de ensayos de la revista Videncias, con su obra "De la poesía cínica al lector estoico".

revista remolinos - feb marzo- 2008 - publicó poemas de L.A.F. del libro Acuario...

Mientras asistía a la clase de fonología en mi universidad, mi profesor empezó a despotricar contra los poetas. Decía que la verdadera labor de estos seres era la de dar esperanza al hombre, entregar un discurso que fuera entendido por las masas sociales, que no sólo debe de ser un hombre “definido” sino también un ser ético y cabal ante sus ideas. Y claro, como era de suponerse puso como un “ejemplo a no seguir” a aquellos poetas que vivían al borde de la locura o la muerte. Era de suponerse que la posición que planteaba mi profesor era tan corta que excluía la posibilidad de encontrar una aguja en un pajar, lo cual  degenera más el concepto (si lo hay) de  arte y artista.

 

La cuestión es que un artista rara vez responde a una ética social, más aún a un canon social o artístico para crear. Es más bien y en todo caso un ser despreciado ante aquel gran monstruo que es la soledad, la angustia del ser y más aún el dolor intensificado que se siente al saberse un ente sensible que está en el mundo y lo vive.

 

Entiéndase que al ser poeta, escritor, pintor, músico, etc. no se pierde la dignidad ni la comunicación con los demás seres humanos, muy al contrario, aquel que se dedica a escribir, a crear literatura, a proyectarse en la pintura o en algún arte, tiene como objetivo conciente y subconsciente no sólo dar a conocer un punto de vista, una visión del mundo, sino también la de dar una estocada a la indiferencia y la ignorancia, que abruma el camino hacia el verdadero conocimiento de nuestra esencia fundamental: Hacer cultura y perdurarla.

 

La libertad para el artista es y debe de ser una llave para llevar la creación a un estado totalmente redimido, no sólo de sus prejuicios sociales, sino también el artista debe de ser libre hasta para ponerse o romper límites.

 

La vida del artista en mi opinión es lo que menos importa, ya que él intenta una interpretación de algo que está afuera, en todo caso, lo que denominamos como “íntimo” es una comunicación consigo mismo, pero siempre desde una posición personal que terminará por acariciar aspectos “de afuera”  y es que el ser humano en ninguno de sus aspectos entiende a “la nada” como un posible, la nada en todo caso, sería aquello indefinible que existe, no como algo concreto, sino como un elemento metafísico relacionado estrechamente con la determinación hacia el vacío, que se deriva a la “ausencia de” y no a lo absoluto.

 

Soy de la idea inamovible de que ninguna creación por más “violenta” o “maldita” que sea, siempre lleva en su todo, una ápice de esperanza, ya que la belleza no sólo se da al eludir la realidad, sino que  cuando se intenta mostrar al ser en toda su esencia, podemos saber, entender y actuar, por un mejoramiento histórico de nuestra sociedad, pero sin dejar de lado nuestra intraicionable fidelidad ante el arte y la libertad de pensamiento y sobre todo la cultura que sigue su interminable comunicación con la naturaleza de todo lo creado.

 

 

 

 

Paolo Astorga
Director y editor de la Revista Literaria Remolinos

 

 

BLOG DE COLOMBIA DESDE POPAYAN.

lunes, enero 28, 2008

Editorial en ElPais.com.co

El editorial
Necedades que preocupan
Enero 28 de 2008

Por difícil que sea aceptarlo, las relaciones entre Colombia y Venezuela están en un momento crítico, cuyo antecedente son los pretextos utilizados por el general Páez para desbaratar el sueño de Bolívar, la Grancolombia. Al igual que entonces, y con retóricas similares, Hugo Chávez ha comenzado por acusar a Colombia de fraguar una “provocación bélica” que podría desencadenar una guerra con Venezuela.

Lo dijo ante la televisión y al lado de su compinche Daniel Ortega, de Nicaragua, país que tiene un diferendo con Colombia. Lo dijo sin parar mientes en lo absurda de la acusación, ya que para nuestra Nación las buenas relaciones con Venezuela son claves de la prosperidad del país y del vigor de su comercio exterior. Lo afirmó, agregando su amenaza de deteriorar aún más los lazos económicos entre los dos pueblos.

Por absurdas que sean, estas afirmaciones hay que tomarlas con cuidado. Se producen luego de que el caudillo militar ha cosechado derrotas significativas dentro y fuera de Venezuela. La derrota en el referendo y la caída de su popularidad en un 28%, además de los fracasos de sus políticas, que ocasionaron la destrucción de la economía de su país, son los más notorios en el plano interno. Y en el externo, el fiasco con la Operación Emmanuel, que dejó al desnudo su afán de protagonismo, así como el rechazo mundial a sus pretensiones sobre las Farc y el ELN.

Ante tales golpes a su ego, la decisión de militarizar la frontera con Colombia con el propósito aparente de “combatir el contrabando”, fue el primer paso para blandir su espada. Un dictador herido en su orgullo es un peligro para sus vecinos, en especial cuando no son afines a sus pretensiones hegemónicas y las cosas dentro de su nación se le complican. Por eso Chávez ha comenzado una escalada peligrosa: para hacer la guerra hay que generar consensos y para tenerlos hay que generarlos y para generarlos hay que fabricar pretextos.

Algo así está sucediendo con las voces de guerra chavistas. La visita de Condoleezza Rice, del almirante Michael Mullen y del zar antidrogas John Walters a Colombia ha servido de pretexto al vecino Presidente para lanzar la especie de que Colombia está siendo “instigada” a una guerra con ese país por los Estados Unidos. Nada más falso. Y, en el frente interno, Chávez afirma que no hay que olvidar que nuestro pueblo está manejado “por la misma oligarquía que mandó matar a Simón Bolívar y a Antonio José Sucre y le robó a Venezuela 300.000 kilómetros cuadrados”. El mismo lenguaje ríspido de Páez cuando quiso desmembrar la Grancolombia.

El país debe ser consciente del riesgo que implican tantas necedades juntas. Abstenerse de contestar las provocaciones, como lo ha venido haciendo, y estudiar la mejor manera de evitar cualquier cosa que lleve a confrontaciones, como parece ser el deseo del desencajado Mandatario venezolano. No hay que olvidar que muchas guerras, por absurdas que parezcan, comienzan con pequeños incidentes y por el interés de dictadores en generar consensos internos combatiendo imaginarios enemigos.

INGRID BETANCOURT.

Perlita sobre Ingrid Betancourt

(E mail enviado por la Papisa LUCÍA ANGÉLICA FOLINO)



Siempre me he preguntado por qué el gobierno francés ha hecho tal despliegue por la liberación de Ingrid y me ha parecido casi un milagro su insistencia y su movilización en los medios. Parece que aquí están las verdaderas razones. La mediación de Chavez y de Piedad tampoco es por motivos humanitarios. De todos modos pobre Ingrid y si la maquiavélica mediación de los dos anteriores sirve para liberar más secuestrados pues muy bien!
----- Subj: Una perlita sobre Ingrid Betancourt
El libro no tiene pérdida, es bien interesante.
Ingrid Betancourt, ¿una razón de Estado o de amor?
Aparece un libro en Francia con revelaciones sobre los amores de la política colombiana y el francés Dominique de Villepin

Una auténtica bomba política estalló bajo el sillón del primer ministro francés, Dominique de Villepin, cuando esta semana salió a la venta 'Ingrid Betancourt. ¿Historia de amor o razón de Estado?'. En las 240 páginas explosivas de ese libro, el periodista Jacques Thomet revela que los esfuerzos realizados por Francia para obtener la liberación de la colombiana Ingrid Betancourt, secuestrada por las FARC el 23 de febrero de 2002, obedecen a una serie de 'excitantes historias de alcoba' transformadas en razón de Estado.

Thomet -que reunió abundante información, testimonios y documentos clasificados durante los cinco años que dirigió la oficina de la Agencia Francesa de Prensa (AFP) en Bogotá-, asegura que los verdaderos motivos de ese despliegue diplomático son dos.

Amante de las dos hermanas

El primero, afirma, es que Villepin fue amante de las hermanas Ingrid y Astrid Betancourt cuando ambas eran estudiantes en París.

La segunda razón es que el ex embajador francés en Bogotá, Daniel Parfait, abandonó a su esposa Nicole y comenzó a vivir una aventura sentimental con Astrid Betancourt.

Parfait, cuya carrera diplomática estaba casi terminada cuando llegó a Colombia, convirtió el secuestro de Ingrid Betancourt en una coraza política.

Cualquier medida administrativa hubiera sido interpretada como una sanción por su dedicación a la liberación de la rehén.

Actualmente, como jefe de la Dirección de América Latina, Parfait es uno de los funcionarios más importantes de la cancillería francesa. Pero su prestigio sufrió un duro revés en los últimos días, cuando el ministro de Relaciones Exteriores, Philippe Douste-Blazy, le retiró el manejo del caso Betancourt.

Thomet denuncia en su libro los esfuerzos desproporcionados que realizó Francia para obtener la liberación de Betancourt, que 'ni siquiera es realmente francesa', pues obtuvo la nacionalidad gracias a un primer casamiento con el ex diplomático Fabrice Delloye.

En contraste, argumenta, Francia no hizo el menor esfuerzo por obtener la liberación de Aida Duvalier, otra francesa secuestrada por las FARC en abril de 2001, y persiste en ignorar la suerte de las otras tres mil personas que permanecen en poder de las guerrillas.

'La palabra rehenes -agrega- tampoco aparece una sola vez en las 249 páginas de las memorias' publicadas por Ingrid Betancourt poco antes de su secuestro (La rabia en el corazón).

Operación fracasada en Brasil

Thomet acusa igualmente a Dominique de Villepin de haber organizado, cuando era canciller, una rocambolesca operación de los servicios secretos para tratar de liberar a Ingrid Betancourt, en julio de 2003. El montaje se derrumbó como un castillo de naipes cuando los brasileños descubrieron en el aeropuerto de Manaos el avión Hércules C-130 que transportaba al comando de 'gorilas' encargado de intervenir.

El libro sostiene a la vez que en 2005 un emisario francés se reunió cinco veces con las FARC en territorio colombiano sin informar al gobierno de Bogotá, una iniciativa que estuvo a punto de provocar la ruptura entre ambos países.

Thomet denuncia que, como parte de la 'gestión sentimental y afectiva' del caso Betancourt, Francia presiona indebidamente al presidente colombiano Álvaro Uribe para que negocie con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) un canje de guerrilleros por rehenes. 'No es Uribe sino la guerrilla quien secuestró a Betancourt', recuerda.

Pérdidas en ventas para Francia

Entre otras consecuencias negativas, el extraño manejo del caso Betancourt le hizo perder a Francia importantes ventas de armas a Colombia por valor de 700 millones de dólares.

Todas esas revelaciones pueden tener el efecto de una bomba.

Su onda expansiva puede alcanzar incluso al presidente Jacques Chirac, considerado como el protector de la carrera política de Villepin.

EL NEGOCIO DE LA TV, ENTRE PRESIONES Y SIN DIGNIDAD.

El negocio de la TV, entre presiones y sin dignidad

Por Ezequiel Fernández Moores
Para LA NACION




Mariano Closs contó lo que todos veían: que Arsenal, el equipo fundado por Julio Grondona, estaba siendo beneficiado por el pobrísimo arbitraje del paraguayo Ricardo Grance en la final de ida de la Copa Sudamericana. Fue muy duro, pero certero. Sin embargo, Fox Sports decidió excluirlo de la revancha. Argumentó que Closs podía sufrir represalias en la cancha de Racing, donde Arsenal terminó celebrando el primer título internacional de su historia, para felicidad de doña Julia, la mamá de Grondona, que tiene 101 años de vida, más del doble que el club de Sarandí. Closs envió abogados y retomó su puesto en el Mundial de Clubes de Japón.


TyC Sports hizo aún más claro el mensaje. Despidió después de once años a Román Iucht, uno de sus rostros principales. No mediaba conflicto alguno, sino más bien lo contrario, felicitaciones por su trabajo y promesas de continuidad. Dos fueron las causales no oficiales del despido. Su pertenencia histórica al equipo de Víctor Hugo Morales en radio Continental, de línea editorial fuertemente crítica a los veintiocho años de gestión que lleva Grondona en la AFA. Y, más reciente, el "palo" que le tiró Alfio Basile luego del triunfo de la selección ante Venezuela en Maracaibo, cuando el DT, de modo inesperado, le dijo que era "un contra", hincha de Marcelo Bielsa y que se había alegrado por la derrota ante Brasil en la final de la Copa América.


TyC Sports también cesó el vínculo con Gustavo Grabia, quien mantenía un excelente espacio en Estudio Fútbol informando sobre su especialidad, la violencia en las canchas, crónicas que incluían videos y fotos de los barras, pero también detalles sobre sus vínculos con la dirigencia.


TyC Sports y Fox Sports, se sabe, están bajo control de una misma empresa, Torneos y Competencias (TyC), con la cual la AFA de Grondona estableció una sociedad de 29 años, que comenzó en 1985 y concluirá en 2014, sin licitaciones y a precios de mercado cuestionados por los especialistas. El hoy gobernador de Chubut, Mario Das Neves, pidió en su momento a la Justicia que investigara si Grondona recibía beneficios económicos de TyC Sports. Más filoso, como es su costumbre, Maradona dijo una vez al diario Crónica que "se sabe que Grondona es socio de [Carlos] Avila y nadie dice nada".

-¿En la ferretería?, preguntó el periodista.

-No nos chupemos más el dedo, respondió Diego.

TyC ya no es más Avila, el humilde ex cadete del Once que construyó un imperio mediático gracias a los contratos de la AFA y que una vez llamó al periodista Elio Rossi para dejarlo al habla con Fernando Miele, "un amigo", luego de que aquel lo denunció ante las cámaras por negociados en compra y venta de jugadores, y libramiento de cheques sin fondos. Fue después del despido de Adrián Paenza y antes de que Ramiro Sánchez Ordóñez, también cesado, osó preguntarle a Grondona por qué no había árbitros judíos en Primera. La respuesta, de tono antisemita, obligó a disculpas de Grondona, hoy tan intocable como José María Aguilar, como bien lo sabe un productor que fue apartado unos meses por poner al aire a Javier Castrilli criticando al presidente de River. "Este es un canal de entretenimientos, no podemos criticar a nuestros socios", ordenó un gerente al staff periodístico convocado en aquellos días al Hindú Club de Don Torcuato.

La TV, es cierto, privilegió desde hace tiempo el entretenimiento a la información. Y, peor aún, convirtió a la información en entretenimiento. El periodismo deportivo sufrió las consecuencias. "La televisión ha hecho del deporte un espectáculo después de haber hecho del espectáculo un negocio", escribió el especialista francés Jean Meynaud. En tiempos de un peso igual a un dólar, hubo periodistas estrellas que ganaban más que clubes de Primera.

Los programas de polémicas ayudaron a ese escenario. Se gritaban "verdades", olvidando lo que pidió una vez un columnista del Washington Post en plena euforia por el escándalo de Watergate: "Seamos modestos, señores de la prensa, tenemos muchos motivos para serlo". La transmisión de partidos por TV "no es periodismo, es show", blanqueó hace unos años José Hawilla, titular de Traffic, que era la TyC de Brasil y a quien el Senado brasileño investigó por sus vínculos con Ricardo Teixeira, presidente de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF). El matrimonio TV-deporte transmitió emociones y hazañas célebres, pero afectó, por un lado, reglamentos deportivos y, por otro, el derecho a la información. Ya no es noticia lo que se dice, sino lo que se calla.

TyC, ahora bajo control de capitales y conglomerados internacionales, y socio con el Grupo Clarín en la explotación televisiva del fútbol, acata igual que Fox los pedidos que llegan de la calle Viamonte. A Grondona nunca le gustaron los periodistas "una corporación peor que cualquier gobierno socialista", según los definió una vez a LA NACION.

En otra entrevista dijo que le temía más a un micrófono que a una itaka. "Se puede vivir sin medios. Yo lo hice durante veinticinco años, primero sin medios y después con los medios en contra", dijo Grondona en 2004 a la agencia Télam. En la televisión, excepto algunos ejemplos de dignidad profesional que aún hoy se ven, no fue ni será así. Habrá que gritar, disfrazarse, bailar y contar chistes. O cantar por un sueño. Por un feliz 2008.



El poder de los medios, según Don Julio
A Grondona nunca le gustaron los periodistas “una corporación peor que cualquier gobierno socialista”, según los definió una vez a LA NACION. En otra entrevista dijo que le temía más a un micrófono que a una itaka. “Se puede vivir sin medios. Yo lo hice durante veinticinco años, primero sin medios y después con los medios en contra”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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Escribió Lucía Angélica:

 

 ah... algo más sobre la excelente nota de Ezequiel Fernández Moores, que había leído en su momento en La Nación.


Soy de Sarandí y la persona que evitó mi liberación de la "etiqueta negra" fue mi vecino don Julio Grondona, quien ante algunas evidencias de reclamos que efectué dio orden (sí ORDEN) a Aníbal Fernández de que mi nombre no debía salir publicado.

Por si no lo sabía el periodismo de Clarin, que lo dudo, de donde venía a nivel local el pedido de omertà sobre mi caso de espionaje perverso y mezquino.

Hay quien me escribe diciendo que fue duro pero me liberé.
No lo creo.
Hasta que no me resarsan económica y moralmente los daños y se blanquee al público masivo todo el asunto del espionaje, el hostigamiento y el lucro de las transnacionales Sony/Endemol/Telefónica/Televisa no consideraré que se hizo justicia.

¿Quién va a hacerlo si todo es de ellos y los medios, como bien saben los profesores de las Universidades de Comunicación Social y Periodismo son unidimensionales?

 

LA DUCHA DE CLASES O AMBAS ASIMETRÍAS A LA VEZ (Comercial de Lutz Ferrando/ utilizado por Le Luthiers )

Por Martín Caparrós

 

 

 

 

 

 



Transcripción Revista veintitres N.490 (22/11/07)

Lo mejor de que existiera una verdad era que estaba muy claro dónde estaba, pensaba esta mañana y, como es lógico, me mojaba y chorreaba: la ducha no respetaba mis pavadas. Pero ya llevo muchos años resignado: la ducha es el único lugar donde consigo creer que estoy pensando. La ducha es un espacio cerrado, un espacio en las antípodas de lo contemporáneo: vivimos en un mundo que ofrece estímulos -¿tentaciones?- permanentes, donde se trata de que nunca mantengamos la atención fijada en nada.
Digo: el mundo siempre ofreció multitud de estímulos para quienes querían mirarlos; la diferencia actual es que las cosas que se supone que miremos están hechas para cambiar sus estímulos sin cesar, porque sus autores tienen miedo de aburrirnos: la televisión se hace para el dedo pulgar, los diarios se arman para lectores que no soportan diez palabras seguidas, las computadoras se piensan para el clic permanente y la velocidad general de cualquier viaje lo convierte en un zapping por el mundo material. Pero en la ducha todo eso desaparece. En la ducha uno está solo frente a la nada y las gotitas –y el espectáculo desolador de las propias ideas. Claro que podría conseguirme una de esas radios que sobreviven al tsunami o, peor, imagino, una televisión anfibia: sería el acabóse y me resisto y pienso que la vida son los trucos que uno inventa para resistirse al acabóse. Pero la ducha no es sólo el espacio de resistencia a la contemporaneidad urgente, al acabóse y a la estupidez en que me sumerjo displicente todo el resto del día y de la noche; la ducha es, también, el rito de pasaje que me divide en dos el día. Antes de la ducha soy un sujeto lagañoso, ensuciado por veinticuatro horas de ropa, calle, sábanas, contactos; antes de la ducha soy algo que no puede seguir siendo lo que es. O, quizás, algo que debe volver a ser lo que era antes de ser manchado por el mundo. La ducha es un gesto optimista que supone que detrás de esa costra hay una esencia que recuperar, y que recuperarla es una posibilidad siempre presente, renovada cada mañana –aunque al final, después de cada ducha, todo sigue básicamente igual. En la ducha, por esto o por cualquier otra razón, cada mañana, durante cinco o seis minutos, creo que pienso y, esta mañana, pensaba que lo mejor de que existiera una verdad era que estaba muy claro donde estaba.
-Si quiere que le diga, Caparrós, a esta altura, ya no sé si lo suyo es una paradoja o una pelotudez extrema.
-¿Y no probó con ambas asimetrías a la vez?
-No joda, señorito, le estoy hablando en serio. ¿Cómo va a decir que lo bueno de que exista algo es saber dónde está? ¿Si no existe, cómo va a estar en algún lado?
-Ah, ¿vio cómo al final no era tan nabo?
Es cierto: no es fácil imaginar la angustia de no saber dónde está el desplumador de ornitorrincos o los seis huevos que mi abuela Sagrario rompió para hacer una tortilla el jueves 6 de abril de 1972 o aquel forro que busqué farmacia tras farmacia durante horas aquella noche porque era la condición sine qua non para lo más deseado. Digo: lo que importa de lo que no existe o desapareció es que no existe, no que ya no se pueda saber dónde está. Y, sin embargo, sigo de acuerdo con mi frase chorreada: lo mejor de que existiera una verdad era que estaba muy claro dónde estaba.
Lo pensaba porque trataba de pensar en el pobrismo. Y pensaba en el pobrismo porque, en medio de las gotitas, seguía dándoles vueltas a las fucking elecciones nacionales, ya tan lejanas. Hay vidas muy injustas.
-¿El pobrismo, dijo?
-Sí, el pobrismo. No me va a decir que no lo escuchó nombrar.

-Sí, por supuesto, claro. Usté por quién me toma.
Durante siglo y medio, hasta hace poco, hubo una verdad tallada en mármol: la ciencia del materialismo histórico aseguraba, con perfecta confianza, que la marcha ineluctable de la historia hacía que la lucha de clases estuviese llevando al mundo hacia el triunfo del socialismo y la desaparición de esas clases que luchaban. Y esa verdad tenía corolarios: uno de los más importantes era que había una clase que portaba sobre sí esa responsabilidad histórica y terminaría por concretar su destino revolucionario; esa clase era la de los desposeídos o pobres o, técnicamente, proletarios: quienes, por no tener más que su prole, se veían reducidos a vender su fuerza de trabajo. Los pobres eran, entonces, los depositarios de toda la esperanza revolucionaria: la revolución era una verdad indudable y los pobres estaban destinados a cumplirla.
Por eso el pobrismo. Llamemos pobrismo a esa forma de pensar la sociedad y el mundo en que ser de izquierda consistía, supuestamente, en aceptar esta idea y, por lo tanto, reverenciar a los pobres más que a nada en el mundo. Los izquierdistas que no eran pobres lo devenían –la famosa proletarización- y los que no se atrevían a tanto mantenían, al menos, ese respeto inquebrantable. Había que acercarse a los pobres, entenderlos, seducirlos, aprender de ellos y, aunque no siempre se dijera, explicarles cuál era su papel: hacer el trabajo de Juan Bautista explicándoles a Jesús que era el Elegido. A cambio, los pobres harían algún día, finalmente, lo que debían: la revolución. Esa era la idea general y era tan linda, pero pasó el tiempo y la historia no fue en la dirección que debía y, aquí, los pobres se fueron haciendo cada vez más pobres: tan pobres que dejaron de ser proletarios en el sentido clásico. Desaparecieron industrias, servicios; los pobres ya no vendían su fuerza de trabajo a un precio vil porque nadie quería comprársela ni siquiera a ese precio. Llegaron, al final, las épocas del piquete de desocupados, la asistencia, el clientelismo, todo eso que ya sabemos de memoria.
Y ahora, en estas elecciones –sí, hace tres semanas hubo unas elecciones nacionales-, las urnas marcaron una separación de clases tan tajante como pocas veces.
Todos los análisis suponen que Cristina Fernández, que debería ser peronista, ganó con el voto de los pobres. En la lógica porrista esa constatación habría alcanzado para legitimar de algún modo ese triunfo. Pero no es el caso: los que siempre fueron pobristras –la izquierda, los progres, esas nociones confusas- ya no creen en los pobres. Ya no sólo que la gran verdad del pensamiento revolucionario se haya hundido; es que, además, ya nadie cree que esté donde siempre creímos que estaba. Es un cambio mucho mayor que el resultado de unas elecciones.
Ahora, para los ex porristas, los pobres son esos fulanos condenados, excluidos, desarmados, mal educados, llevados de las narices por políticos inescrupulosos, malos votantes que no saben siquiera reconocer sus intereses: desgraciados completos. Pobres pobres, sin siquiera la riqueza de una misión histórica –ni ninguna otra cosa que los justifique y enaltezca. Y pobres porristas, sin saber dónde mirar, de dónde esperar qué. Después de un siglo largo, los que creemos en el cambio social radical no sabemos cómo hacer para creer que son los pobres los que deberían producirlo –porque la realidad nos desmiente todo el tiempo-; nos hemos quedado huérfanos de los pobres, sin nadie que lleve la antorcha a vaya a saber dónde y no sabemos de dónde podría venir ese cambio, dónde se lo encuentra, para dónde mirar, dónde esperarlo, con quienes tratar de acelerarlo y entonces tenemos el rencor del engañado, esos pobres polotudos que votan como borregos mal llevados y ni siquiera se dan cuenta, pensaban esta mañana, en la ducha, y después pensaba de nuevo en esa idea de que la ducha cada mañana me saca esa costra, me renueva, y me dio una congoja: la ducha es el gatopardismo hecho gotitas, la sensación de que estoy cambiando algo aunque no cambio ná de ná. Entonces fue cuando pensé que este es un gobierno que practica la ducha de clases: hace como si fuera a cambiar algo pero no cambia nada –pero los pobres lo votan como si vieran algo que yo no logro ver, me decía, un resto de pobrismo en la solapa, y me lo sacudía. Un auténtico gobierno-ducha, pensaba, y que ya sé que lo que digo pede parecer confuso pero qué quieren que le haga: está todo mojado y hace frío y los pobres viven de los planes y ya nadie sabe nada –y yo menos que nadie.

HENOC Y ELÍAS.

VII. HENOC Y ELÍAS
(Séptimo artículo, septiembre de 1885)


Los hechos maravillosos que vamos a referir no son suposiciones aventuradas; son verdades sacadas de la Escritura Sagrada, y que sería por lo menos temerario negar.
Antes del fin de los tiempos, y durante la persecución del Anticristo, se verá reaparecer en medio de los hombres a dos personajes extraordinarios, llamados Henoc y Elías.
¿Quiénes son estos personajes? ¿En qué condiciones se realizará su aparición providencial en la escena del mundo? Es lo que vamos a examinar, a la luz de las Escrituras y de la Tradición.

I

Henoc es uno de los descendientes de Set, hijo de Adán, y tronco de la raza de los hijos de Dios. Es la cabeza de la sexta generación a partir del padre del género humano. El Génesis nos enseña sobre él lo que sigue:
“Jared llevaba de vida ciento sesenta y dos años cuando engendró a Henoc... Henoc llevaba de vida sesenta y cinco años cuando engendró a Matusalén; y caminó Henoc en compañía de Dios, después de haber engendrado a Matusalén, trescientos años, y engendró hijos e hijas. Resultaron, pues, todos los días de Henoc trescientos sesenta y cinco años. Ahora bien, Henoc caminó en compañía de Dios, y desapareció, porque Dios le tomó consigo” (Gen. 5 18-25).
Dios arrebató a la edad de 365 años, es decir, dada la extrema longevidad de esa época, en la madurez de su edad. No murió, sino que desapareció. Fue transportado, vivo, a un lugar conocido sólo por Dios. Esto es lo que sabemos de Henoc, patriarca de la raza de Set, bisabuelo de Noé, antecesor del Salvador.
Por lo que se refiere a Elías, su historia es mejor conocida. Henoc, anterior al Diluvio, nació varios miles de años antes de Jesucristo. Elías apareció en el reino de Israel menos de mil años antes del Salvador; es el gran profeta de la nación judía.
Su vida es de lo más dramática (III y IV Reyes). Se podría decir que es una profecía en acción del estado de la Iglesia en tiempos de la persecución del Anticristo. Siempre anda errante, siempre se ve amenazado de muerte, siempre es protegido por la mano de Dios. Unas veces Dios lo oculta en el desierto, donde lo alimentan unos cuervos; otras veces lo presenta al orgulloso Acab, que tiembla ante él. Dios le entrega las llaves del cielo, para enviar la lluvia o el rayo; lo favorece en el monte Horeb con una visión llena de misterios. En resumen, lo engrandece hasta darle la talla de Moisés taumaturgo, de manera que juntamente con Moisés escolta a Nuestro Señor en el Tabor.
La desaparición de Elías responde a una vida tan sublimemente extraña. Se lo ve caminar con su discípulo Eliseo; se abre un paso a través del Jordán, golpeando las aguas con su manto. Anuncia que va a ser arrebatado al cielo. De repente, “mientras ellos iban hablando, un carro de fuego y unos caballos de fuego los separaron a entrambos, y subió Elías en un torbellino al cielo. Eliseo lo veía y gritaba: « ¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su auriga!» Y no le vio más” (IV Rey. 2 11-12).
De este modo Elías, el amigo de Dios, el celador de su gloria, fue también arrebatado y transportado a una región misteriosa, en la que se encontró con su antecesor, el gran Henoc.
¿Cuál es esta región? Henoc y Elías están vivos, eso es seguro. ¿Dónde los ha escondido Dios? ¿En alguna región inaccesible de esta pobre tierra? ¿En algún lugar del firmamento? Nadie lo sabe. Se puede afirmar solamente que, por el momento, se encuentran fuera de las condiciones humanas; los siglos pasan debajo de sus pies, sin afectarlos; permanecen en la madurez de su edad, seguramente tal como eran cuando Dios los arrebató de en medio de los hombres.

II

Su reaparición en la escena del mundo no es menos segura que su desaparición. En efecto, el autor del Eclesiástico, expresando toda la tradición judía, habla de estos dos grandes personajes en los siguientes términos:
“Henoc agradó a Dios, y fue transportado al paraíso, para predicar la penitencia a las naciones” (Ecles. 44 16).
“¿Quién puede gloriarse de ser tu igual, oh Elías?... Tú, que fuiste arrebatado en un torbellino a lo alto, y por un carro con caballos de fuego; tú, de quien está escrito que fuiste preparado para un tiempo dado, para apaciguar la cólera de Dios, para convertir el corazón de los padres hacia los hijos, y restablecer las tribus de Israel” (Ecles. 48 1-11).
Estas palabras de un libro canónico nos revelan claramente que Henoc y Elías tienen que realizar una misión ulterior. Henoc debe predicar la penitencia a las naciones, o si se prefiere esta traducción, conducir las naciones a la penitencia. Elías debe restablecer un día las tribus de Israel, es decir, devolverles su rango de honor al que tienen derecho en la Iglesia de Dios.
La unanimidad de los doctores ha comprendido que esta doble misión se realizará simultáneamente al fin del mundo. Elías en particular es considerado como el precursor de Jesucristo cuando venga del cielo como Juez; este pensamiento se deduce manifiestamente de los Evangelios (Mt. 17; Mc. 9).
Por lo tanto, los hombres verán un día, y no sin terror, cómo Henoc y Elías vuelven a descender en medio de ellos, y les predican la penitencia con un brillo extraordinario. San Juan los llama los dos testigos de Dios, y los pinta como sigue en su Apocalipsis (11 3-7) :
“Daré orden a mis dos testigos, y profetizarán vestidos de saco mil doscientos sesenta días. Estos son los dos olivos y los dos candelabros que están en la presencia del Señor de la tierra. Y si alguno les quiere hacer mal, saldrá fuego de su boca y devorará a sus enemigos. Y si alguno pone su mano sobre ellos, perecerá sin remedio del mismo modo. Estos tienen la potestad de cerrar el cielo para que no llueva durante los días de su profecía, y tienen potestad sobre las aguas para convertirlas en sangre, y para herir la tierra con todo linaje de plagas, siempre y cuando quisieren”.
¿Quién no reconoce en este retrato al Elías del Antiguo Testamento, que cerró el cielo durante tres años y medio, e hizo caer fuego del cielo sobre los soldados que venían a capturarlo?
Los mil doscientos sesenta días señalan el tiempo de la persecución final, como ya lo hemos hecho observar. La aparición de los testigos de Dios coincidirá, pues, con la persecución del Anticristo. Hay que reconocer que el socorro dado a la Iglesia será proporcionado a la magnitud del peligro.
Los dos testigos de Dios, revestidos de las insignias de la penitencia más austera, irán por todas partes, y en todas partes serán invulnerables; una nube, por decirlo así, los cubrirá, y fulminará a quienquiera ose tocarlos. Tendrán en sus manos todas las plagas, para herir con ellas a la tierra según su arbitrio. Predicarán con una libertad suma, en la misma presencia del Anticristo.
Este se estremecerá de rabia; y habrá un duelo formidable entre el monstruo y los dos misioneros de Dios.