LA DUCHA DE CLASES O AMBAS ASIMETRÍAS A LA VEZ (Comercial de Lutz Ferrando/ utilizado por Le Luthiers )
Por Martín Caparrós
Transcripción Revista veintitres N.490 (22/11/07)
Lo mejor de que existiera una verdad era que estaba muy claro dónde estaba, pensaba esta mañana y, como es lógico, me mojaba y chorreaba: la ducha no respetaba mis pavadas. Pero ya llevo muchos años resignado: la ducha es el único lugar donde consigo creer que estoy pensando. La ducha es un espacio cerrado, un espacio en las antípodas de lo contemporáneo: vivimos en un mundo que ofrece estímulos -¿tentaciones?- permanentes, donde se trata de que nunca mantengamos la atención fijada en nada.
Digo: el mundo siempre ofreció multitud de estímulos para quienes querían mirarlos; la diferencia actual es que las cosas que se supone que miremos están hechas para cambiar sus estímulos sin cesar, porque sus autores tienen miedo de aburrirnos: la televisión se hace para el dedo pulgar, los diarios se arman para lectores que no soportan diez palabras seguidas, las computadoras se piensan para el clic permanente y la velocidad general de cualquier viaje lo convierte en un zapping por el mundo material. Pero en la ducha todo eso desaparece. En la ducha uno está solo frente a la nada y las gotitas –y el espectáculo desolador de las propias ideas. Claro que podría conseguirme una de esas radios que sobreviven al tsunami o, peor, imagino, una televisión anfibia: sería el acabóse y me resisto y pienso que la vida son los trucos que uno inventa para resistirse al acabóse. Pero la ducha no es sólo el espacio de resistencia a la contemporaneidad urgente, al acabóse y a la estupidez en que me sumerjo displicente todo el resto del día y de la noche; la ducha es, también, el rito de pasaje que me divide en dos el día. Antes de la ducha soy un sujeto lagañoso, ensuciado por veinticuatro horas de ropa, calle, sábanas, contactos; antes de la ducha soy algo que no puede seguir siendo lo que es. O, quizás, algo que debe volver a ser lo que era antes de ser manchado por el mundo. La ducha es un gesto optimista que supone que detrás de esa costra hay una esencia que recuperar, y que recuperarla es una posibilidad siempre presente, renovada cada mañana –aunque al final, después de cada ducha, todo sigue básicamente igual. En la ducha, por esto o por cualquier otra razón, cada mañana, durante cinco o seis minutos, creo que pienso y, esta mañana, pensaba que lo mejor de que existiera una verdad era que estaba muy claro donde estaba.
-Si quiere que le diga, Caparrós, a esta altura, ya no sé si lo suyo es una paradoja o una pelotudez extrema.
-¿Y no probó con ambas asimetrías a la vez?
-No joda, señorito, le estoy hablando en serio. ¿Cómo va a decir que lo bueno de que exista algo es saber dónde está? ¿Si no existe, cómo va a estar en algún lado?
-Ah, ¿vio cómo al final no era tan nabo?
Es cierto: no es fácil imaginar la angustia de no saber dónde está el desplumador de ornitorrincos o los seis huevos que mi abuela Sagrario rompió para hacer una tortilla el jueves 6 de abril de 1972 o aquel forro que busqué farmacia tras farmacia durante horas aquella noche porque era la condición sine qua non para lo más deseado. Digo: lo que importa de lo que no existe o desapareció es que no existe, no que ya no se pueda saber dónde está. Y, sin embargo, sigo de acuerdo con mi frase chorreada: lo mejor de que existiera una verdad era que estaba muy claro dónde estaba.
Lo pensaba porque trataba de pensar en el pobrismo. Y pensaba en el pobrismo porque, en medio de las gotitas, seguía dándoles vueltas a las fucking elecciones nacionales, ya tan lejanas. Hay vidas muy injustas.
-¿El pobrismo, dijo?
-Sí, el pobrismo. No me va a decir que no lo escuchó nombrar.
-Sí, por supuesto, claro. Usté por quién me toma.
Durante siglo y medio, hasta hace poco, hubo una verdad tallada en mármol: la ciencia del materialismo histórico aseguraba, con perfecta confianza, que la marcha ineluctable de la historia hacía que la lucha de clases estuviese llevando al mundo hacia el triunfo del socialismo y la desaparición de esas clases que luchaban. Y esa verdad tenía corolarios: uno de los más importantes era que había una clase que portaba sobre sí esa responsabilidad histórica y terminaría por concretar su destino revolucionario; esa clase era la de los desposeídos o pobres o, técnicamente, proletarios: quienes, por no tener más que su prole, se veían reducidos a vender su fuerza de trabajo. Los pobres eran, entonces, los depositarios de toda la esperanza revolucionaria: la revolución era una verdad indudable y los pobres estaban destinados a cumplirla.
Por eso el pobrismo. Llamemos pobrismo a esa forma de pensar la sociedad y el mundo en que ser de izquierda consistía, supuestamente, en aceptar esta idea y, por lo tanto, reverenciar a los pobres más que a nada en el mundo. Los izquierdistas que no eran pobres lo devenían –la famosa proletarización- y los que no se atrevían a tanto mantenían, al menos, ese respeto inquebrantable. Había que acercarse a los pobres, entenderlos, seducirlos, aprender de ellos y, aunque no siempre se dijera, explicarles cuál era su papel: hacer el trabajo de Juan Bautista explicándoles a Jesús que era el Elegido. A cambio, los pobres harían algún día, finalmente, lo que debían: la revolución. Esa era la idea general y era tan linda, pero pasó el tiempo y la historia no fue en la dirección que debía y, aquí, los pobres se fueron haciendo cada vez más pobres: tan pobres que dejaron de ser proletarios en el sentido clásico. Desaparecieron industrias, servicios; los pobres ya no vendían su fuerza de trabajo a un precio vil porque nadie quería comprársela ni siquiera a ese precio. Llegaron, al final, las épocas del piquete de desocupados, la asistencia, el clientelismo, todo eso que ya sabemos de memoria.
Y ahora, en estas elecciones –sí, hace tres semanas hubo unas elecciones nacionales-, las urnas marcaron una separación de clases tan tajante como pocas veces. Todos los análisis suponen que Cristina Fernández, que debería ser peronista, ganó con el voto de los pobres. En la lógica porrista esa constatación habría alcanzado para legitimar de algún modo ese triunfo. Pero no es el caso: los que siempre fueron pobristras –la izquierda, los progres, esas nociones confusas- ya no creen en los pobres. Ya no sólo que la gran verdad del pensamiento revolucionario se haya hundido; es que, además, ya nadie cree que esté donde siempre creímos que estaba. Es un cambio mucho mayor que el resultado de unas elecciones.
Ahora, para los ex porristas, los pobres son esos fulanos condenados, excluidos, desarmados, mal educados, llevados de las narices por políticos inescrupulosos, malos votantes que no saben siquiera reconocer sus intereses: desgraciados completos. Pobres pobres, sin siquiera la riqueza de una misión histórica –ni ninguna otra cosa que los justifique y enaltezca. Y pobres porristas, sin saber dónde mirar, de dónde esperar qué. Después de un siglo largo, los que creemos en el cambio social radical no sabemos cómo hacer para creer que son los pobres los que deberían producirlo –porque la realidad nos desmiente todo el tiempo-; nos hemos quedado huérfanos de los pobres, sin nadie que lleve la antorcha a vaya a saber dónde y no sabemos de dónde podría venir ese cambio, dónde se lo encuentra, para dónde mirar, dónde esperarlo, con quienes tratar de acelerarlo y entonces tenemos el rencor del engañado, esos pobres polotudos que votan como borregos mal llevados y ni siquiera se dan cuenta, pensaban esta mañana, en la ducha, y después pensaba de nuevo en esa idea de que la ducha cada mañana me saca esa costra, me renueva, y me dio una congoja: la ducha es el gatopardismo hecho gotitas, la sensación de que estoy cambiando algo aunque no cambio ná de ná. Entonces fue cuando pensé que este es un gobierno que practica la ducha de clases: hace como si fuera a cambiar algo pero no cambia nada –pero los pobres lo votan como si vieran algo que yo no logro ver, me decía, un resto de pobrismo en la solapa, y me lo sacudía. Un auténtico gobierno-ducha, pensaba, y que ya sé que lo que digo pede parecer confuso pero qué quieren que le haga: está todo mojado y hace frío y los pobres viven de los planes y ya nadie sabe nada –y yo menos que nadie.
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