Blogia
La profe

ENTREVISTA MONTERO - GONZÁLEZ.

LUIS GARCÍA MONTERO
Conversación con Ángel González
Ilustraciones: Bernardo Sanjurjo
Conversación con Ángel González
Los críticos suelen citar la antología de Gerardo Diego, Poesía española contemporánea, como un libro fundamental en la formación del canon de la generación del 27. Pero este libro fue también muy importante en el acercamiento de las generaciones posteriores a una poesía moderna, sobre todo si tenemos en cuenta las limitaciones culturales provocadas por la guerra y la dictadura. Creo que el libro fue también muy importante en tu formación. La Antología de Gerardo Diego fue muy importante para mi, y para muchos poetas de mi generación. Era un libro difícil de encontrar, pero todos o casi todos dimos con él en el momento oportuno. En ella pudimos conocer la obra de los poetas del 27, retirada, con pocas salvedades, durante muchos años de las librerías. Su lectura nos permitió incorporarnos a la tradición moderna de la gran poesía española del primer tercio del siglo XX. Yo la encontré relativamente pronto, en casa de Paco Ignacio Taibo, en la biblioteca de su tío Ignacio Lavilla, periodista (y pintor) gijonés que había sido muy amigo de Gerardo Diego durante los años en que éste residió en Gijón. Fue un hallazgo providencial. Sin su lectura, mi repertorio de influencias o de modelos, imprescindible para quien comienza a escribir poesía, hubiera sido mucho más pobre y anacrónico.

Aunque sé que te obligo a hablar sobre autores que has tratado minuciosamente en tus ensayos, quiero proponerte algunos nombres y algunas perspectivas que me parecen significativas. Por ejemplo, Juan Ramón Jiménez. Alguna vez has comentado que fue muy importante para ti su poesía, por lo que tiene de limpieza de la palabra poética, de alejamiento de la retórica decimonónica. Hoy tenemos otras experiencias, otras visiones, ¿pero se puede valorar su magisterio en el acercamiento de la poesía al idioma cotidiano?

Desde los 18 a los 21 años, yo dedicaba diariamente varias horas a leer la Segunda antología de Juan Ramón Jiménez. Llegué a saberme casi todos los poemas de memoria. A la edad que yo tenía entonces, una experiencia así, tan prolongada y constante, imprime carácter. En mis primeros intentos de escritura, yo era un aprendiz de poeta marcada e ingenuamente juanramoniano. Algo de eso le pasó a la mayoría de los autores del 27, aunque en ellos la influencia del maestro estaba bien matizada, y no era en absoluto mimética. La Segunda antología es el mejor libro de Juan Ramón, en el que se combinan sabiamente los logros más atractivos de su periodo romántico-modernista, retocados (o revividos) con eficacia, y los poemas nuevos, pertenecientes a la etapa de la “poesía desnuda”. La combinación fue para mí irresistible. En la Segunda Antología encontré todo lo que en años anteriores me había encantado en los poetas parnasiano-modernistas, pero transformado por un toque de sugerente vaguedad propio del arte simbolista; y el lenguaje nuevo, “desnudo de artificio” como quería Bécquer, cuya “desnudez” era más sorprendente en contraste con los enjoyados versos de su periodo modernista. Juan Ramón comprendió a tiempo que, como él dice en uno de sus aforismos, “quien escribe como se habla irá más lejos que quien escribe como se escribe”. En cualquier caso, su poesía “desnuda” no siempre recuerda la palabra hablada, a causa quizá de la extremada selección léxica que exigía su ambición de pureza lírica. Por ello, su magisterio en el acercamiento de la poesía al idioma cotidiano es dudoso. Con el paso de los años, mi fervor inicial por Juan Ramón ha ido perdiendo grados. “La indiferencia más absoluta por la vida”, que el reconoce en otro aforismo, hace de su poesía, como afirma Valente, “un viaje inmóvil que comienza en el poeta, pasa por el poeta y termina en el poeta”. Hay que reconocer que semejante viaje, si se prolonga más de lo debido, acaba resultando aburrido y muy poco estimulante.

Conversación con Ángel González
La figura y la obra de Antonio Machado son referente claro en tu poesía. En tu caso, el ejemplo moral es inseparable de una silenciosa indagación literaria, que asume más riesgos que las llamativas rupturas formales. ¿Sigue viva la aventura machadiana de superación del simbolismo? A la poesía de Antonio Machado llegué relativamente tarde, cuando se me pasó el deslumbramiento juvenil por “lo nuevo”. Machado, que no tuvo la superstición de la originalidad, podía parecer un poeta viejo en el contexto del arte de entreguerras, cuando la búsqueda de la originalidad era la gran vulgaridad del momento. Superada la fascinación un tanto infantil ante “lo nuevo”, relecturas más atentas de Machado me permitieron descubrir, bajo su lenguaje poco o nada novedoso, un mundo complejo y hondo de ideas y de sentimientos que irradia un inagotable halo de sugerencias. Él fue capaz de superar las limitaciones del simbolismo, proponiendo un mayor acercamiento a la vida, y de corregir la óptica idealista de los autores del 98, al destacar que la llamada decadencia espiritual de España era el resultado de una injusta distribución de la riqueza. En prosa y en verso, fue uno de los escritores españoles más penetrantes de su tiempo. En pleno auge de la poesía pura y de las vanguardias, Machado tuvo el acierto de elaborar su obra con todo lo que esos movimientos trataron de tirar por la borda: las preocupaciones éticas y políticas, la aproximación objetiva a la realidad, el tratamiento irónico y dialéctico de un rico muestrario de preocupaciones que le permitió evitar todos los excesos y armonizar muchas contradicciones, sin renunciar a ninguno de los términos en discordia: sueño y realidad, intuición y razón, tiempo e historia, intimidad y otredad, prosaísmo y lirismo, lenguaje cotidiano y palabra esencial... El simbolismo ya no es lo que era, pero la lectura de Machado sigue siendo un excelente antídoto contra las nuevas tendencias que insisten en alejar el arte de la vida.

Te gusta recordar a Gabriel Celaya, no sólo como un compañero de viaje político, sino como un poeta que significó una renovación literaria para tu generación. ¿Qué deudas y qué diferencias tiene el grupo poético del 50 con autores como Gabriel o como Blas de Otero?

La amistad de Gabriel Celaya fue para mí muy enriquecedora. Era un hombre de carácter en ocasiones difícil, pero muy fino, culto e inteligente. La imagen del poeta social dogmático y plano que sus enemigos han trazado, y en la que han querido petrificarlo, no responde para nada a la personalidad versátil y abierta del fundador en 1946 de la colección de poesía Norte, en la que publicó a poetas tan aparentemente ajenos a sus intereses como Rilke, Rimbaud y Blake. Ese Celaya, autor también de ensayos ejemplares sobre Bécquer y San Juan de la Cruz, nunca fue reconocido en su justo valor, y algún día debe ser reivindicado, sin olvidar nunca al escritor que se enfrentó decididamente, con palabras y con actos, a la dictadura. Durante la llamada “primavera del endecasílabo”, él tuvo el acierto de oponer a la amanerada y hueca retórica de los poetas garcilacistas un lenguaje poético nuevo y directo, basado en la lengua coloquial urbana, limpio de casticismos y otras coloraturas pintorescas, muy adecuado para expresar sin énfasis y con justeza lo que el poeta siente y piensa. El lenguaje natural, irónico, civilizado de Los poemas de Juan de Leceta es el antecedente más próximo y directo de la escritura de la mayoría de los poetas de mi generación; la gran deuda que los poetas del cincuenta tienen con Gabriel Celaya hay que anotarla en el haber de Juan de Leceta. El caso de Blas de Otero es diferente. Blas de Otero ponía en juego unos recursos retóricos tan personales que no podían ser continuados por otros; quien intentara seguir por su camino –y hubo quien lo hizo– estaba condenado a la muerte súbita. Blas de Otero fue un gran poeta que demostró que la poesía de temática “social” no era incompatible con la brillantez del estilo. En su poesía comprometida, creo que ellos, Gabriel y Blas, estaban más cerca de la estética y las metas del realismo socialista, y esa proximidad marca diferencias importantes respecto a los poetas que vinimos después.

Conversación con Ángel González
En la mayoría de los poetas de tu edad, el personaje literario brota del hijo de buena familia, que vive la guerra en el bando de los triunfadores y que aprende en su juventud a distanciarse críticamente de los suyos. Señoritos de nacimiento, por mala conciencia escritores de poesía social, como ironizó Jaime Gil de Biedma. Tú creciste en el bando de los derrotados con un hermano fusilado, otro exiliado y una hermana, maestra represaliada. ¿Eso matiza tu poesía? Mi vivencia de la guerra civil fue determinante de lo que podríamos llamar la politización de mi poesía. Para definir a mi promoción se ha propuesto el rótulo de “niños de la guerra, que yo rechazo. En primer lugar, porque la alusión a la infancia tiene unas connotaciones ternuristas que no me gustan. Y en segundo lugar, porque no dice nada especialmente distintivo de lo que fuimos como grupo. Todas las personas de mi edad fuimos niños durante la guerra, tanto los que acabaron cantando las glorias imperiales de España como los que nos empeñamos en mostrar sus miserias. Y luego está el hecho que tú apuntas: no todos los que eran niños en 1936 vivieron la guerra del mismo modo, para muchos de ellos la guerra era un asunto lejano y ajeno. Por ejemplo, Jaime Gil de Biedma, que pasó aquellos años en la paz de La Nava de la Asunción, y pertenecía a una familia “afecta” a los sublevados, no se enteró de lo que había sido la guerra hasta llegar a la edad adulta. Él explica muy bien en sus poemas el proceso que lo llevó desde la inocencia a la anagnórisis. Pero yo, que vivía en pleno campo de batalla –Oviedo fue una ciudad sitiada durante casi dos años—y en el seno de una familia perseguida con saña por los que resultaron vencedores de la contienda, no fui nunca inocente. El horror que viví por entonces llegó a ser parte de mi intimidad, y no necesité reflexionar para comprender su alcance. Ni siquiera, años más tarde, necesité recordar aquella experiencia para tomar partido: no la había olvidado, y desde ella escribí muchos de mis poemas.

Hemos hablado mucho de las diferencias que hay entre el yo biográfico y el personaje literario. Las relaciones son complejas, porque los espacios autónomos de la estética y la vida están inevitablemente llenos de interferencias. Es paradójico que la distancia entre la realidad y la ficción sea la que permite precisamente la sinceridad estética. ¿La conciencia de la distancia entre el yo biográfico y el personaje literario es la que te ha permitido que tu personaje se parezca cada vez más a tu persona? ¿Es esta la distancia íntima que convierte la poesía en un modo de conocimiento?

El “yo” que con frecuencia habla en mis poemas no soy exactamente “yo”, sino una proyección de mí mismo. Con el tiempo, acabé siendo consciente de que ese hecho implica distancia; cuando me expreso en los versos me descoloco, me sitúo en otro lugar y, puesto que no tengo el don de la ubicuidad, el “yo” escritor no puede ser nunca el “yo” que aparece en la escritura, que es un ente creado, y por lo tanto ficticio. No sé si estoy complicando demasiado un asunto que Pessoa resumió en un verso muchas veces citado: “el poeta es un fingidor”. El verbo “fingir” denota falsedad, mentira. Pero el poeta que finge ser el autor del poema no tiene por qué mentir; es más: está obligado, si quiere que el fingimiento sea eficaz, a decir la verdad. Si yo soy un impostor que quiere hacerse pasar por el señor marqués, tendré que comportarme y hablar como se comporta y habla el señor marqués. Pero si el “yo” que aparece en el poema quiere hacerse pasar por Ángel González, no tendrá más remedio que pensar y actuar como piensa y actúa Ángel González. Desde que comprendí que toda poesía confesional es el resultado de ese juego de proyecciones, desdoblamientos e imposturas, intento, ya deliberadamente, que el personaje por mí creado, para que sea creíble, se parezca cada vez más a mi persona. El poema es una efigie del ser, una imagen. Y contemplar la imagen que uno proyecta de sí mismo produce a veces sorpresas, no siempre agradables. Como tú dices, la escritura (y la lectura) de un poema es un modo de conocimiento; en el caso del escritor, de re-conocimiento o de autoconocimiento.

Conversación con Ángel González
¿Qué deseo te lleva a vencer la pereza o la inseguridad que simboliza el papel en blanco? El poema puede empezar por una idea (que necesita matizarse), una música (que exige materialización temática), una escena anecdótica (que se trasciende en una significación humana o histórica), una ocurrencia o unos versos felices (que admiten un desarrollo superior), etc. ¿Qué te suele empujar a la creación? El poema casi nunca surge de una idea previa, al menos en mi caso, sino de un grupo de palabras, de uno o varios versos ya hechos que me vienen de pronto a la mente de manera espontánea e imprevista. Esas palabras son el núcleo generador del poema. Por supuesto tienen un sentido, dicen algo, pero si sólo recuerdo el argumento y olvido las palabras concretas que lo expresan, el poema se muere antes de nacer. La necesidad de atenerse a esas palabras precisas e insustituibles –no valen otras, aunque digan los mismo—indica que el poema es ante todo forma, que la forma es la causa de la relevancia del contenido del poema. A partir de esas palabras o versos dados, comienza la elaboración del poema. Hay que saber a dónde van esos versos, llevarlos hasta el final que ellos exigen. Es un proceso de tanteos y rectificaciones que puede durar meses o años.

La ironía es un rasgo clave en tus libros. ¿Necesitas la distancia y el humor para decir cosas demasiado serias? ¿Es inseparable de los procesos de conocimiento? La ironía fue una estrategia necesaria en los tiempos de la censura para que el lector “oyese” lo que estaba prohibido decir. Pero la ironía acabó siendo en mis poemas, y en casi todos mis compañeros de promoción, mucho más que un recurso coyuntural. La ironía ha llegado a ser para mí una manifestación de pudor, que me permite tratar determinados asuntos dolorosos sin dramatizarlos, distanciarme de ellos. En ese aspecto, es una manera respetuosa y civilizada de relacionarse con el lector, a quien no conviene abrumar con gestos excesivos. Por otra parte, la elocución irónica, en la que las cosas no son lo que parecen, se corresponde fielmente con mi visión de un mundo radicalmente ambiguo; en muchos de mis poemas, la ironía es a la vez forma y fondo, expresión y contenido. Entre todas las figuras que recoge la retórica, la ironía es acaso la más misteriosa y elusiva, la que cumple con mayor rigor las exigencias del lenguaje específicamente poético, ya que ensancha la capacidad significativa de las palabras, que expresan más de lo que dicen en su literalidad. Desmitificadora y subversiva, es una invaluable herramienta de múltiples usos para un poeta que tiene fe en pocas cosas, y pretende afirmar ese resto de fe en contra de las mentiras que mueven o paralizan el mundo. Desde el otro punto de vista, la ironía estimula la imaginación del lector, lo obliga a mantenerse alerta, pues es él quien tiene que descubrir la información no enunciada que los textos irónicos proponen. Y ese descubrimiento produce sorpresa, desfamiliariza lo cotidiano, que es una de las grandes virtudes de la poesía. La sorpresa súbita ante las cosas que habitualmente vemos con indiferencia es la chispa que pone en marcha la escritura y, en justa correspondencia, el descubrimiento en el texto de lo inesperado impide que la lectura derive en aburrimiento.

El desaliento y el pesimismo ante las trampas del porvenir aparecen con frecuencia en tus poemas, porque se trata también de un modo de reconocimiento de la realidad. Pero, bajo esas sombras, es posible advertir una fe vital, una carrera a largo plazo, como si fuésemos avanzando inevitablemente, aunque sea de fracaso en fracaso. ¿Qué valor le das tú a esa corriente vital, constructiva, que podemos condensar también en el título "Palabra sobre palabra"?

Después de muchos años de escritura, creo que soy consciente de algunos de los resortes y mecanismos íntimos que la movilizaron, y que antes actuaban en mí sin yo enterarme. Mi experiencia justifica una visión pesimista del mundo. Ahora sé que soy un vitalista decepcionado, pero también entiendo que la decepción no se puede producir si no hubo una ilusión previa. Las dos cosas, decepción e ilusión, están en la base de mis poemas; cada una de ellas no se explica sin la otra. Es un proceso complicado: la decepción reactiva en mí el recuerdo de las ilusiones que la causaron, a las que todavía y pese a todo me niego a renunciar. Puede parecer paradójico y es, una vez más, irónico, pero el sentimiento de fracaso y de derrota me confirma la legitimidad de las causas perdidas, me devuelve la fe en ellas, la conciencia de su necesidad. La realidad no puede prevalecer sobre el deseo, al menos mientras el deseo siga vivo. Algunos pensarán que soy un iluso, o un idealista, y lo sería en efecto si no tuviese muy viva la conciencia del fracaso. La dualidad que he señalado está resumida en el título de uno de mis libros, Sin esperanza, con convencimiento. La corriente constructiva que tú adviertes responde al empeño, no deliberado, de darle a la vida un sentido que quizá no tenga, y a la historia una finalidad que la dinamiza.

Conversación con Ángel González
Has confesado que en la época abierta por los poemas de "Procedimientos narrativos" perdiste la fe en el lenguaje. ¿Qué significa para ti el lenguaje? ¿Hasta que punto las crisis del lenguaje poético asumen una crisis ideológica más amplia? El lenguaje es el inventario del universo, el primer intento de poner orden en el enigma de nuestro mundo, que sólo podemos considerar nuestro cuando somos capaces de nombrarlo. Lo que no tiene nombre no existe; y si existe, acabará por tenerlo. Con el lenguaje nos comunicamos, nos expresamos y pensamos. Para mí, lenguaje y pensamiento son términos sinónimos. Alguien dijo que no pensamos con palabras: pensamos palabras. ¿Cómo podemos pensar lo innominado? Las palabras son ideas, las únicas herramientas de que disponemos para devanar la a veces enmarañada madeja de nuestro pensamiento. Por todo lo dicho, yo sigo creyendo en la capacidad activa, creadora, de las palabras. Si en un momento determinado se debilitó mi fe en ellas, es porque las ideas que conllevan parecían ser ineficaces; el descrédito de las ideas implica el descrédito de las palabras. Pero ahora vuelvo a pensar como antes. Las palabras, si están bien urdidas, nunca son inútiles. Un gran poema puede iluminar la realidad con una luz nueva, y esa iluminación inesperada equivale a una transformación del mundo. Tal vez por eso Cernuda afirmaba que el poeta es siempre un revolucionario.

En 1972 dejas Madrid, sales de España, y aceptas una invitación de la Universidad de Nuevo México para enseñar Literatura Española. ¿Qué significó salir de España? ¿Y qué dejabas, además de tu trabajo en el Ministerio? Lo que dejaba, ante todo, era un país en muchos aspectos para mi invivible: la España de Franco, de la que ya estaba muy fatigado y a la que se le pronosticaba larga duración. Cuando Franco murió milagrosamente muy pocos años después, pensé en regresar, pero mi nuevo trabajo de enseñante de literatura, que no podía ejercer en España y que acometí con entusiasmo que no tardó en enfriarse, me retuvo en América. No sé si cambié las orejas por el rabo. EEUU es el país de las mil caras, y no todas son hermosas; muchas de ellas dan miedo (pero ese país es más temeroso en el exterior que en el interior, aunque ahora las cosas se están equilibrando). En cualquier caso nunca me sentí fuera de España, a donde vuelvo con frecuencia y por largas temporadas, como hice siempre. En Nuevo México vivo gustosamente bastante aislado y un tanto aburrido, pero eso tiene un lado positivo: me obliga a trabajar, y allí hago lo poco que hago. En España, en cambio, me divierto mucho, pero no sé hacer otra cosa. Necesito los dos espacios, ir y volver. Creo que ya no podría quedarme en uno de ellos para siempre.

Al ver ahora las transformaciones del país, sus progresos, su modernidad, ¿hay algo que eches de menos? ¿Algo por lo que sentir una nostalgia, no sólo personal? Echo de menos algunas actitudes; el inconformismo, por ejemplo, la solidaridad. Y la falta de un pensamiento de izquierdas capaz de ofrecer una alternativa eficaz a las viejas posiciones de una derecha cada vez más desvergonzada y prepotente. Y sobre todo (aunque ahora estoy entrando en el terreno de la nostalgia personal) noto la falta de muchas personas que me acompañaron durante décadas inolvidables.

Y en el capítulo de las decepciones, ¿hay algo que duela en este porvenir que por fin ha llegado a España? ¿Cómo se ve el futuro por dentro? El capítulo de decepciones está cubierto por lo que digo en mi respuesta anterior. Este presente es el futuro con el que soñaba cuando tenía veinticinco años. Entonces, en mis primeros viajes a Europa, contemplaba con envidia la libertad de la que se disfrutaba en países como Francia e Italia, en los que manifestantes comunistas con banderas rojas y puños en alto se cruzaban pacíficamente con procesiones dirigidas por curas con sotana, cruz alzada e incensarios. Aquello para mí era increíble, y pensaba que para que en España se diesen situaciones semejantes tendrían que pasar muchas décadas. Tuvieron que pasar en efecto muchas décadas, pero pasaron. Ahora en España hay hasta libertad religiosa, algo sorprendente en un país tan religioso. No voy a quitarle importancia a las libertades al fin conseguidas, pero me doy cuenta de que eso no era todo, que no se cumplieron otros sueños que hoy parecen aún más lejanos que antes, tal vez por el hundimiento del llamado socialismo real. El hecho es que la llegada de la democracia produjo entre nosotros el fenómeno del “desencanto”, que yo no entendía muy bien en mis regresos a España durante los primeros años de post-dictadura. Jaime Gil de Biedma lo atribuía a que la gente no había comprendido que la democracia es, como los cuartos de baño, algo muy práctico pero muy aburrido. Quizá tenía razón. En todo caso, si hemos de contentarnos con sólo democracia, sería deseable que la democracia fuera de verdad democracia.

A estas alturas, preguntarte por el sentido de la poesía, por las razones del género, es invitarte a explicar una vez más las claves de tu poética. Pero también es una forma de hacer balance. ¿Qué te ha dado la poesía? ¿Qué le has dado tú? ¿ Hay algo de lo que te arrepientas? Ojalá le haya yo dado algo medianamente valioso a la poesía. A la poesía me acerqué sin querer. Alguna vez dije, apuntado a mi falta de voluntad, que casi todo lo que hice en esta vida lo hice sin querer; incluso amé sin querer a quien amaba. Amar queriendo sería amor premeditado, adrede, y eso no es amor. Sólo pongo empeño en hacer las cosas que me son indiferentes; las otras, las que me importan, tengo que hacerlas, lo quiera o no. Así me pasó con la poesía, que escribí siempre, o casi siempre sin querer, porque no tuve más remedio, como respuesta a una necesidad. Cuando me pongo a escribir un poema, es porque el poema está ya ahí, reclamando una asistencia que no puedo negarle. Por eso escribo poco, cada vez menos y a la espera de que algo ocurra; lo que otros llaman “inspiración” yo prefiero llamarlo “ocurrencia”, pues los poemas son cosas que suceden, que me ocurren ya, por desgracia, pocas veces. Por la gratuidad con que me entregué a ella, a la poesía nunca le pedí nada. Sin embargo, la poesía me dio muchas satisfacciones. Como lector y como escritor, me ayudó a entenderme y a conocer mejor el mundo, me permitió sentirme libre en tiempos de opresión, me sirvió para superar algunos momentos difíciles, me acercó a personas admirables que sin ella no hubiese conocido, me abrió caminos por los que nunca habría transitado, me estimuló a pensar y a sentir. Y no me arrepiento de nada, ni siquiera de mis peores poemas, porque sé que también fueron para mi necesarios.

Me atrevo a pedirte que resumas tu vida en tres greguerías sobre tres ciudades: Oviedo, Madrid y Alburquerque.

Oviedo ya no es para mí la ciudad real, sino el escenario de un sueño recurrente. Madrid es el lugar de cita con mis amigos. Y Alburquerque el punto de encuentro con mí mismo.

0 comentarios