ANTONIO RODRÍGUEZ SALVADOR
De la poesía cínica al lector estoico
Por: Antonio Rodríguez Salvador
rsalvador@hero.cult.cu
Usted puede decir la palabra vaca, manera de contagiar esplendente mansedumbre, digamos una vaca en medio del verde prado, con su cencerro y la margarita en la boca, y, en cambio, despertar en el interlocutor cierto trauma de la niñez o la realidad inmediata. Si bien para uno representa la visión de la que pasta mansamente en la campiña, quizá para otro es la evocación del arduo escape que le obligó subir al árbol. Reducidas a arquetipos, estas experiencias se transubstanciarían en recuerdos de bienestar para aquél y de espanto para otro: la bella y la bestia; lo paradisíaco y lo infernal Al estudio de estos equívocos que irreconcilian significantes con significados: donde toda palabra dicha, toda sintaxis, genera tantos sentidos como receptores potenciales existen (sin excluir de estos a los sucesivos yoes receptores que somos al navegar por el río de Heráclito) Jaques Derrida lo llamó teoría de la descontrucción. Una vaca que estaría negando infinitamente su cualidad de vaca, para trocarse en suerte de Proteo, que una vez imaginaremos como especie, y otra como género, o la diferencia, o la propiedad o el accidente, por solo reducir la múltiple vaquinidad a las universales cartesianas. Lo contrario —mirada la antítesis desde ojos aristotélicos— diría Roland Barthes en La cámara lúcida: “¿Por qué no habría de haber, en cierto sentido, una nueva ciencia para cada objeto? ¿Una Mathesis singularis (y no ya universalis?)”. ¿Pero no era esto lo que soñaban conseguir los partidarios de la escuela cínica: la imposibilidad de cualquier juicio que no fuera la pura y simple afirmación de una identidad? En algún lugar del Hades, Antístenes le diría nuevamente a Platón: “Veo el caballo; pero no la caballinidad” De modo que aquí asalta la primera de una serie de paradojas que que tributan a la soledad del poeta —o la perplejidad del lector— porque con un mayor nivel de concreción de pronto también obtendríamos un mayor nivel de abstracción. Tomemos por ejemplo el hiperónimo “animal”, y tratemos de descomponerlo entre sus múltiples hipónimos: león, caballo, vaca… Ya vimos, sin embargo, que la palabra vaca puede ofrecernos múltiples significados. De modo que iniciaremos el proceso por una vía en apariencia menos fragosa, y para ello propongo volver a la palabra “animal”, entendida esta no como ser orgánico que vive, siente y se mueve por propio impulso, según la definición expresada en el Diccionario de la Lengua, sino únicamente como signo lingüístico. Una palabra que tiene siete letras, diría por mero palpamiento metalingüístico; la primera de ellas es la “A” ¿Pero de dónde proviene ese signo que identificamos como “A”? ¿Por qué se escogió justamente el garabato que semeja una casita o una escalera de mano vista por el lateral, y no un círculo con virgulilla, o una raya con tilde, para simbolizar esa vocal cuyo sonido recuerda un bostezo? Tendríamos que remontar miles de años, y adentrarnos en la historia del alfabeto, para de ese modo conocer que la convención hoy identificada como “A” derivó de enderezar el signo fenicio <, que ellos llamaban aleph: o sea, vaca. Así, volviendo a nuestro examen, anotemos entonces que, de cierta manera, la palabra animal incluye en su construcción tipológica no una, sino dos vacas —tanto como la palabra vaca, que asimismo contiene otras dos vacas— pero estas vacas no son justamente iguales: y no sólo porque una se refiera al animal como ser vivo, y otra a cierta letra de la palabra que lo expresa, sino que también, en este último caso, una vaca está colocada antes y la otra después; una lleva acento prosódico y la otra no. Pero asimismo podemos decir que la palabra vaca contiene cierta idea originada por un olvidado gramático fenicio, su particular visión alegórica (yo, que ahora recuerdo una vaca vista de frente, hubiese identificado la A con V) En fin, ¿No fue con el dilema de la multiplicidad de significados de un mismo significante que comenzamos nuestra disquisición? Se me ocurre pensar que en su cuento El aleph, un personaje que desde la indefinición de un punto consigue contemplar la vastedad del universo, Borges propone adentrarnos en esta suerte de laberinto. Así, dando otra vez por cerrada la discusión sobre la llevada y traída caballinidad, nuevamente Platón respondería a Antístenes: “Es que no tienes ojos para verla”. Porque lo subjetivo, en tanto es determinado por el individuo, —pleonasmo usado en razón de que, ciertamente, objetividad también solemos llamarle a la fortuita coincidencia de muchas subjetividades— genera suficiente entropía como para imposibilitar el funcionamiento del sistema que pretenda universalizarlo. Recordemos que de alguna manera la mathesis universalis permite concebir que no haya conocimiento ni ciencia, sino subjetividad, lugar propio de la inteligibilidad. Así, la paradoja antes enunciada genera una nueva paradoja, —o una paradoja de base exponencial— presentada por una parte en el extravío en que se sumen los significantes, por su carácter abierto —que como reacción genera una poética cada vez más particular y por tanto cerrada— todo lo cual se opone a la angustiosa necesidad de conseguir una visión común de las cosas (general y a la vez particular; abierta y al mismo tiempo cerrada), que a su vez contradice la mirada unidimensional de las culturas (cerrada y al mismo tiempo abierta; general en tanto es convención de lo particular). Amenazo con una dilución en el infinito; de modo que, con otro ejemplo, tomado este de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, ilustraré cómo pudiera multiplicarse este laberinto de Babel: … El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego, pero lo que se le escapaba ahora era el porqué del juego. El fin de cada partida es una ganancia o una pérdida, pero ¿de qué? ¿Cuál es la verdadera apuesta? En el jaque mate, bajo la base del rey destituido por la mano del vencedor, quedaba la nada: un cuadrado blanco o negro. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la esencia, Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducían a una tesela de madera cepillada. Entonces Marco Polo habló: —Tu tablero, Majestad, es una taracea de dos maderas: ébano y arce. La tesela sobre la cual se fija tu mirada luminosa fue talada en un estrato de tronco que creció en un año de sequía: ¿ves cómo se disponen las fibras? Aquí se distingue un nudo apenas insinuado: una yema trató de despuntar un día de primavera precoz, pero la helada de la noche la obligó a desistir—. El gran Kan no había notado hasta entonces que el extranjero supiera expresarse con tanta fluidez en su lengua, pero no era esto lo que le pasmaba. —Aquí hay un poro más grande: tal vez fue el nido de una larva, no de carcoma, porque apenas nacida hubiera seguido cavando, sino de un brugo que royó las hojas y fue la causa de que se eligiera el árbol para talarlo… Este borde lo talló el ebanista con la gubia para que se adhiriera al cuadrado vecino, más saliente… La cantidad de cosas que se podían leer en un trocito de madera liso y vacío abismaba a Kublai; Polo le estaba hablando ya de los bosques de ébano, de las balsas de troncos que descienden los ríos, de los atracaderos, de las mujeres en las ventanas… En fin, el ébano, las balsas, los troncos, los atracaderos, y las ventanas por donde se asoman mujeres, pudieran tener como elemento común la madera. Pero esta es una madera que, desconstructivamente, manifiesta cada vez una cualidad distinta, y en consecuencia propone sentidos diferentes. No ya porque también es otra la mujer que pudiera evocar Kublai en relación con la mujer que evocaría un lector cualquiera, —porque otro será el color del río donde se refleja el bosque de ébanos, y su anchura que modificará la perspectiva, y hará la visión de las balsas de troncos más cercana o más lejana, sin descontar, por ejemplo, el rebrillar del sol en el agua frente al atracadero que imposibilita mirar en cierta dirección sin ofuscarnos— sino que también cada uno de estos objetos tiene en sí mismo su propio fragmento de madera donde, como cajas chinas, se puede dar con infinitos mundos. Y ni aun cuando consigamos convertirnos en Polo o Kublai Kan para mirar desde sus ojos cierta mujer en la ventana: no su arquetipo, no la visión platónica, sino una mujer concreta, sonriente o meditabunda, rubia o trigueña, de peplo amarillo o chaqueta marrón;Pierre Menard, autor del Quijote, Borges bendijo otras derivaciones: un mismo fragmento del Quijote, de acuerdo con los contextos de un lector posible, expresa un sentido para inicios del siglo XVII y otro para mediados del siglo XX. tampoco nunca será igual un Polo enamorado a un Polo iracundo —o a uno somnoliento, o enfermo, o a aquel que en cierta ocasión recibió un par de azotes en las posaderas. O sea, con la misma mirada alien con que escruta los tiempos que corren, a lo Umberto Eco, el poeta diría: “se puede describir generativamente un texto viéndolo en sus presuntas características objetivas; y diciendo, sin embargo, que el esquema generativo que lo explica no pretende reproducir las intenciones del autor, sino la dinámica abstracta por la que el lenguaje se coordina en textos según leyes propias y crea sentidos independientemente de la voluntad de quien enuncia”. Pero, veamos, que el malentendido no es lo común en la comunicación humana, se rebelaría entonces el lector dejando traslucir un tonillo de sorna, y, con la misma irreverencia del poeta justamente por contradecirlo —vaya lógica paradójica— también diría: Son los tiempos que corren. Literalmente corren, enfatizaría la acción, asistiendo al proceso de ver cómo la humanidad se aboca a su tercera revolución científico técnica —como es sabido, la primera empezó con la máquina de vapor y la segunda con la electricidad— porque ahora apuntamos, gracias a la Internet y los avances de la electrónica, a un mundo de comunicación expedita. Caramba, que el estremecimiento retórico o metalingüístico no debe ser más importante que la sugerencia dialógica donde yo disiento o ratifico, donde discuto e incorporo, y no que apenas consiga entender —o generar— lo que permitan mis limitados referentes ¿No vamos acaso —¿Cuándo la lengua no ha ido?— a la descomplejización del signo, una exactitud en constante expansión? Las perífrasis, continúa el lector, por lo regular incorporan en su enunciado buena parte de retórica, mucha mas acústica que iluminación semántica; suerte de literalidad invertida, en tanto parten de un significado liso para atraer la mirada al ornamento estructural. Las palabras simples, en cambio, han evolucionado lo bastante como para estallar en significados trascendentes: vida, muerte, luz, amor, esperanza, pasión… Cada una de ellas, en manos de Polo, pudiera representar algo semejante a una tesela de madera: múltiples cajas de Pandora donde se consigue destapar complejos niveles de sugerencia. Es cierto, continúa el poeta, pero poesía —en términos contemporáneos— lleva en sí su naturaleza y no necesita señalar afuera su identidad. Es inmanencia y, al decir de Virgilio López Lemus, “no tendrá otra misión en la vida que la de existir, ser ella misma y para sí”. Caña al viento que emite susurros sin tener conciencia de ello. ¿No es acaso triste el ululular de los cipreses en el camposanto, semejantes a cúpulas góticas que apuntan al cielo?: he aquí la primera derivación concreta de mi pensamiento, mirada que se regocija, al tiempo que se abruma; lo específico que provoca pensar en lo inconmensurable: pequeñez humana ante la vastedad del universo (he aquí la abstracción y el sentimiento derivado de la visión concreta). En el arte clásico, según hizo notar Barthes en El grado cero de la escritura, un pensamiento ya formado engendra una palabra que lo “expresa” o lo traduce”, pero “en la poesía moderna las palabras generan una suerte de continuo formal del que emana poco a poco una densidad intelectual o sentimental, imposible sin ellas”. De modo que la poesía ya “no es una prosa ornamentada o amputada de libertades. Es una cualidad irreductible y sin herencia. Ya no es atributo, es sustancia, y por consiguiente, puede renunciar a los signos, pues lleva en sí su naturaleza y no necesita señalar afuera su identidad”. De esa manera, la poesía conseguiría alcanzar la aspiración de los filósofos cínicos: bastarse absolutamente a sí misma. Como Diógenes de Sinope, el Sócrates loco, la poesía es ciudadana del mundo y procura librarse de las necesidades que la esclavizan. Por eso, en la poesía moderna, algunas palabras suelen ser esquivadas no sólo por cierto cansancio generado por la tradición, —énfasis que hurta libertades al sentido— sino porque en ellas mismas expresan pensamientos de reducido espesor semántico: bienes del placer que en realidad son males del conocimiento. Como dijo Borges: en el vertiginoso momento del coito, todos los hombres son el mismo hombre. Así, el hecho poético moderno no debe entenderse como texto escrito por un nuevo Adán que con circunlocuciones da nombre a las cosas, sino, en todo caso, el de un Adán posmoderno que a cada instante designa múltiples identidades con un mismo circunloquio: escrúpulo ante el signo que se pierde en el signo; existencia en el texto, más que existencia del texto. Tenemos derecho a pedir que la palabra informe, no sólo ornamentada con una prosodia rumorosa, vehemente de imágenes y hecha de sorpresas, sino también aportando evidencias de la historia. Y la poesía lo hace; pero no de la manera unidimensional a que un lector displicente acostumbra, especie de fatalismo del conocimiento que solo es patrimonio del emisor, sino participando dinámicamente en la actualización de la sustancia dialógica filtrada por múltiples interrelaciones a lo largo del tiempo. Diálogo que pasa por la sucesividad de paradigmas innatos que, según Noam Chomsky, estructuran generativamente nuestra capacidad lingüística, y se activan y concretan con la interacción social. Así, la intención del poema, lo mismo que lo propuesto por los artistas del ready-made, no es que el lector pregunte: ¿Qué significa esto?, sino ¿qué yo significo en todo esto?
Recordemos que San Jerónimo —o Michel Foucault por San Jerónimo— advierte que el autor es un momento histórico definido y punto de confluencia de un cierto número de acontecimientos. De modo que proponer verdades universales resulta imposible para un autor sometido a la fatalidad de ciertas convenciones históricas o locales, que al cabo resultan irónicamente opuestas al carácter cosmopolita y diacrónico de la posmodernidad. Pero habría que preguntarse: ¿La verdad existe? Por lo menos no en la poesía que rige la vida, que no se funda sobre verdades geométricas —como la verdad demostrativa de las matemáticas— sino únicamente sobre lo verosímil: imperio de lo probable, mimesis del mito que niega el mito, fatalidad de Tántalo afiebrado por la sed de conocimientos ante el océano de sabiduría que resulta esquivo. De algún modo asistimos así a un eterno regreso a Sócrates, cuyo espíritu se afirma lo mismo en la rigidez cartesiana que en la relatividad posmoderna. Si la suma de lo conocido pudiera representarse con un cuadrado que llamamos a, y, en consecuencia, fuera de aquél se encontrase lo desconocido (ya sea el infinito o lo indefinido), la franja donde se originan las dudas estaría determinada por la sumatoria de los lados a+b+c+d de a; es decir su perímetro, el cual nos arrojaría un número X. Pero si nuestro conocimiento aumentara, digamos por ejemplo al cuádruplo de a, entonces el perímetro del hipotético cuadrado que llamaremos b, sería proporcionalmente mayor, o sea (2a+2b+2c+2d = 2X), y, así, paradójicamente, con una mayor cantidad de conocimiento, tendríamos también una mayor cantidad de dudas. Jaques Derrida llamó différance a este pensar paradójico, una palabra inventada por él, y que se refiere a los dos significados simultáneos del verbo francés diferer (lo diferente y lo diferido). Así, si estoy pensando en un animal cualquiera, inicialmente habría de descontar las plantas, los minerales, y todo lo que no sea lo animal Luego, si digo que ese animal tiene cuatro patas, entonces elimino los pájaros, los peces, y todos los animales que no tengan cuatro patas. Y así continúo hasta averiguar el animal en cuestión. Pero la posibilidad del significado se difiere (se suspende) ya que todas las palabras se definen asimismo a través de otras palabras, que a su vez necesitan definición. Como diría Nietzsche: si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro. O sea, sabemos que animal es, pero no porque este tenga un significado, sino porque hemos eliminado todos los significados (diferidos) que no es. Así, mientras más se amplía el grado de conocimientos, en tanto aquellos representan una mayor cantidad de lo que no es, más difícil resultaría llegar al concepto de una identidad. Paradoja de una iluminación que, sin embargo, deja un agujero ininteligible en el corazón de la palabra; o la visión contraria, según cierto ángulo desde el cual miró Antonin Artaud: “algo furtivo que arrebata la palabra encontrada, algo que destruye el pensamiento, que impide ser lo que podría ser”. En cualquiera de ambos planos, cierto espacio vital del concepto deriva en un quasi impoder, especie de nada conocida, o de todo en cero, donde al pensamiento le sucede como a José K., que, mientras más se aproxima al Castillo, más arduo le resulta su acceso. Un camino donde la verdad es estorbada por un permanente bache en la información, si es que podemos definir como bache algo que tampoco sabemos qué es, y que, en definitiva, puede ser tan liso como el relieve de la palabra vaca sobre la cuartilla. Terrible es conjeturar, entonces, otra sutil paradoja: no reconocer la falta de una información, porque la falta de información lo impide. Así de angustiado debió sentirse Sócrates —quizá el primer posmoderno de la historia— ante la fatalidad descontructiva que emana de cualquier pregunta. Ahora lo intuyo extrañado de sí mismo, en perpleja epojé ante un vacío colmado de fugaces apariciones: martirio de la duda (imperturbable posibilidad de “lo que no es” dentro cualquier razón) Porque obstinada es la esquizofrenia de un lenguaje que consigue igualar lo disímil en una misma frase: amica silentia lunae, según Borges, ahora significa la luna íntima, silenciosa y luciente, pero en la Eneida significaba el interludio, la oscuridad que permitió a los griegos entrar en la ciudadela de Troya. ¿Traviesa o tarda la palabra que ignora lo que un día enunció Avicena: “dos contrarios no pueden pertenecer simultáneamente a una misma cosa”?. Y parecería entonces que lo esencial del hombre sin remedio se puede perder para el hombre, condenado como estaría este a la tartamudez que impide fluir libremente la estruendosa orgía de su imaginación; pero en medio de tal desconcierto siempre resurge la poesía —caracol nocturno en un rectángulo de agua: comunión de sentidos expresando complejas emociones que de otra manera no sabríamos nombrar.
© Antonio Rodríguez Salvador Octubre de 2007
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| Antonio Rodríguez Salvador. Escritor jatiboniquense , es ganador del premio nacional de ensayos de la revista Videncias, con su obra "De la poesía cínica al lector estoico". |
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