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La profe

VIRNO -

Cuando el verbo se hace carne

Lenguaje y Naturaleza humana

Paolo Virno

 

                   A Eleonora,

quien ha sido la primera en leerlo


Traducción: Eduardo Sadier 

Revisión y corrección: Paolo Virno

Introducción

        El libro contiene reflexiones filosóficas sobre la facultad del lenguaje, vale decir, sobre la naturaleza humana. Si bien cada capítulo posee su propio punto de inicio, se trata de reflexiones sistemáticas, leíbles en el orden en que se presentan. Casi no hay argumentos que no sean premisa o consecuencia de otros. Por ello, saltearse capítulos es correr el riesgo de no comprenderlos.

        El libro traza círculos concéntricos cada vez mayores alrededor del propio objeto.

        La primera parte (cap. 1-3) está dedicada al microcosmos de la enunciación. Tomar la palabra: este evento tan familiar y humilde constituye nada menos que la base experimental más fidedigna para afrontar algunos problemas capitales de la filosofía. El análisis de los diversos componentes de un pronunciamiento verbal permite extraer algunas conclusiones no descontadas acerca de la praxis humana, la relación entre potencia y acto, la formación de la autoconciencia, el principio de individuación, el origen de la instancia religiosa. En suma: la acción de enunciar compendia, cada vez, en proporciones liliputienses, ciertas etapas salientes de la antopogénesis.

        La segunda parte del libro (cap. 4-5) trata, evangélicamente, de la “encarnación del verbo”. La discusión versa sobre la realidad sensible, exterior, vistosa de nuestras palabras. Esta explica el intento de redefinir y rehabilitar dos nociones que, tomadas en su acepción corriente, gozan de pésima fama: la fisognómica y la reificación. Estos capítulos pretenderán arrojar luz sobre la índole constitutivamente pública de la mente lingüística.

        La tercera parte (cap. 6-7) prolonga desmesuradamente el ángulo visual. Aquí se examina la relación entre requisitos biológicos invariables y experiencias históricas variables. Las consideraciones precedentes sobre la estructura de la enunciación y la publicidad de la mente hallan finalmente su propio equivalente macroscópico en el concepto (sin embargo, con renovado respeto ante el significado habitual) de historia natural. Tal concepto podemos  utilizarlo plenamente para hacer la descripción de la forma de vida contemporánea y el bosquejo de categorías políticas a la altura de un modo de producción que posee su centro en la facultad del lenguaje.

        En muchos capítulos se menciona al pasar el problema lógico-lingüístico del ateísmo. Lógico-lingüístico, vale decir, no psicológico o moral. El Apéndice da cuerpo a estas señales dispersas, deteniéndose críticamente en la crítica religiosa que Wittgenstein dirige a las pretensiones de la filosofía tradicional.

       Deseo indicar, del modo más ingenuo, la idea que recorre como un refrain [estribillo] cada capítulo del libro. Para complicar las cosas siempre hay tiempo.

        No nos quedan dudas acerca de las condiciones más generales que vuelven posible nuestra experiencia de animales humanos: la facultad del lenguaje, la autoconciencia, la historicidad, etc. en términos kantianos se podría hablar de presupuestos trascendentales; en términos heideggerianos, de fundamentos ontológicos; en términos evolucionistas, de prerrogativas específicas de especie. Ahora bien: existe una convicción difusa de que estas condiciones básicas, de las que dependen los hechos y estados de cosas que miden nuestra vida, no se presentan nunca como hechos o estados de cosas. Ellas darían lugar a una serie de fenómenos contingentes, pero sin disponer de una evidencia fenoménica propia. Pues bien, el libro se opone con fuerza a dicha convicción.

        Es mi intención mostrar que las condiciones de posibilidad de la experiencia son objeto de experiencia inmediata; que los presupuestos trascendentales se manifiestan, en cuanto tales, en ciertos fenómenos empíricos trillados; que los fundamentos ontológicos ocupan humildemente su lugar en el mundo de las apariencias. El libro recorre las diversas ocasiones en las que el fondo pasa a primer plano, acomodándose al papel de hecho tras los hechos. Si se desea: las ocasiones en las que la naturaleza humana conoce una completa revelación. Salvado de toda coquetería teológica, el término significa solamente: plena visibilidad empírica de aquello que se creía erróneamente inaccesible a la percepción directa. Los títulos de los capítulos designan a las categorías que permiten pensar mejor esta “revelación” totalmente materialista: performativo absoluto, repetición de la antropogénesis, sensismo de segundo grado, reificación, historia natural.

        Sería fútil anticipar estenográficamente las tesis singulares que propone el libro. Un compendio preliminar es, al mismo tiempo, mucho y muy poco. Tiene la maravillosa capacidad de volver oscuro aquello que, de por sí, no deja lugar a dudas. Baste con advertir que estas tesis corren el riesgo de irritar tanto a los partidarios de la hermenéutica, como a los cultores de la ciencia cognitiva. Los primeros nos echarán en cara un naturalismo desenfrenado; los segundos, la tendencia a tomar en serio muchas cuestiones exquisitamente metafísicas. Me place poder decir que ambas críticas son fundadas. De hecho, se suman, lo que me parece un elogio involuntario. Quien quiera ocuparse de veras del “animal que posee lenguaje” deberá considerar totalmente naturales también a las antinomias de la razón pura.

        He tenido el privilegio de discutir largamente los temas afrontado en el libro con Daniele Gambarara. Su Postfacio es un documento del seminario permanente que hemos desarrollado en las aulas, los trenes, a través de e-mail: balance y puja al mismo tiempo, como es el hábito de este filósofo pródigo y aventurado. Mucho le debo al diálogo con Stefano Catucci, Felice Cimatti, Massimo De Carolis, Augusto Illuminati, Marco Mazzeo. Algunas partes del libro evidencian, en una medida que no alcanzo a establecer con precisión, de una propicia relectura de Senso e paradosso (1986) de Emilio Garrón. Ha sido algo bueno, para mí y para el libro, el haberme tropezado recientemente con los ensayos filosófico-lingüísticos de Franco Lo Piparo.

        Han leído y comentado la primera redacción de uno o más capítulos Francesca Borrelli, Francesco Ferretti, Sara Fortuna, Giovanni Garroni, Michael Hardt, Ivan Maffezzini, Christian Marazzi, Sandro Mezzadra, Francesco Napolitano, Mario Piccinini, Franco Piperno, Francesco Raparelli, Tommaso Russo, Livia Scheller, Alberto Toscazo, Benedetto Vecchi. A todos ellos mi reconocimiento. Agradezco a Paolo Leonardi la crítica corrosiva que ha descompaginado el capítulo 2, La afirmación absoluta.

        Estas reflexiones sobre la facultad del lenguaje y la naturaleza humana cuentan en su horizonte con el primer movimiento político que instala explícitamente como tema a las prerrogativas fundamentales de nuestra especie. Hablo de los hombres y mujeres que llenaron las calles de Génova en julio del 2001, rescatando la idea de “esfera pública” de las atroces caricaturas a las que habitualmente estaba sujeta.

Primera parte

La acción de enunciar

Nuestro objeto es el mismo hecho de producir un enunciado,

no el texto del enunciado.

Emile Benveniste

Antes todavía que significar algo, toda emisión

de lenguaje señala que alguien habla. Esto es decisivo,

y no relevado por los lingüistas. La voz dice por sí poco

de las cosas, antes de actuar como portadora de mensajes particulares.

Paul Valéry

Habla, para que pueda verte.

Georg C. Lichtenberg


I.

El hablante como artista ejecutor

I. La sinfonía de Saussure

         Justo al inicio de su Curso de lingüística general, Saussure propone casi al pasar una analogía llena de implicancias: “La lengua puede paragonarse a una sinfonía cuya realidad es independiente del modo en que se interpreta” (Saussure 1922, p. 28). La similitud, formulada con pretensión didáctica, (tan es así que, un poco más adelante hallamos otra, diferente: la lengua como diccionario), busca solo subrayar la autonomía del sistema-lengua respecto de las variaciones accidentales que tachonan los pronunciamientos concretos. Más aún, si la tomamos en serio, es decir, al pie de la letra, ella ofrece la oportunidad de establecer un nexo no menor entre lingüística estructural y filosofía de la praxis, entre el Curso y la Ética a Nicomaco de Aristóteles.

        Lo más importante es el lado en las sombras de la comparación saussuriana. Y he aquí: si la lengua se asemeja a una partitura musical, la experiencia del hablante es equiparable correctamente a aquella de un artista ejecutante. Quienquiera que de lugar a un discurso remedará, entonces, al peculiar modo de actuar del pianista, del bailarín, del actor. Tomar la palabra significará lucir la cualidad que, elevada a su mayor nivel, designamos con el término “virtuosismo”. ¿Es en verdad así? Antes de ensayar (y en el mejor de los casos, de radicalizar) esta hipótesis conviene dejar en claro qué se pone en juego.

2. Actividad sin obra

        ¿Qué marca los esfuerzos de aquellos que se exhiben en un escenario? Dos aspectos, sobre todo. Se trata, en primer lugar, de acciones privadas de un objetivo extrínseco. No apuntan a un producto perdurable, teniendo como único resultado su propio desarrollo. No construyen nuevos objetos, pero dan vida a un evento contingente e irrepetible (“fue entonces cuando Sara Bernhardt le infundió un matiz irónico al monólogo final”, “en Montreal, Glenn Gould amortiguó imprevistamente el andante con brío”). La finalizar el concierto o la representación teatral, no queda nada. La del pianista y del actor en una actividad sin obra. O, si se prefiere, una actividad cuyo fin coincide por completo con la propia ejecución. En segundo lugar, al que toca o recita le resulta indispensable la presencia de otros: la lábil performance existe sólo si es vista o escuchada, por lo tanto, sólo en presencia de un “público”. Ambas características están íntimamente correlacionadas: el virtuoso requiere de espectadores precisamente porque no deja tras sí un objeto que queda dando vueltas por el mundo al concluir la ejecución. La actividad sin obra implica siempre, por motivos estructurales, la exposición del agente a la mirada, y, tal vez, a las reacciones severas, de su prójimo.

        Las prestaciones del agente ejecutante se inscriben naturalmente en la constelación conceptual del libro VI de la Ética a Nicomaco. Aristóteles contrapone aquí la producción de cosas por el avance inexistente a la acción propiamente dicha; o también, aunque es lo mismo: el trabajo a la política. La producción (poiesis), guiada por una técnica, tiene su objeto fuera de sí, puesto que culmina en un producto independiente. “Usar la técnica es considerar que es posible dar existencia a una de aquellas cosas que tanto pueden ser como no ser” (Et. Nic., 1140ª 11-13). La acción ético-política (praxis), sostenida por la capacidad de deliberar sobre cuanto ocurre para “vivir bien en sentido total” (eu zen olos), halla en sí misma la propia realización, asemejándose por completo a la performance del músico o el bailarín.

La sagacidad práctica (phonesis) no es una ciencia ni una técnica: una ciencia porque lo que es objeto de la acción puede ser lo contrario de aquello que es; una técnica porque el género de la acción es distinto del de la producción. Por cierto el fin de la producción es distinto de la propia producción, mientras que no puede serlo el de la acción, puesto que la propia buena praxis (eupraxia) es en sí un fin (ibid., 1140b 1-4).

        El modo de actuar del bailarín o del violoncelista no posee nada de bizarro o marginal. Por el contrario: es la icástica recapitulación de los requisitos que definen, en general, a la praxis típicamente humana. Contingencia, labilidad, ausencia de un fin exterior, inseparabilidad del “producto” de las acciones que lo realizan, indefectible institución de una esfera pública: todo esto califica a la conducta ética y política (y, aún antes, al juego). Ha sido Hannah Arendt, despreocupada aristotélica del siglo XX, quien señaló este parentesco: “las artes que no realizan ninguna “obra” tienen una gran afinidad con la política. Los artistas que las practican-bailarines, actores, músicos y similares-necesitan de un público al cual mostrar su virtuosismo, como los hombres que actúan políticamente necesitan de otros, ante cuya presencia comparecer” (Arendt 1961, p. 206).

3. Virtuosismo verbal

        Volvamos a la similitud de Saussure. Si la lengua es una sinfonía, el hablante comparte las prerrogativas del artista ejecutante. Contingente e irrepetible como es, cada acto de palabra se resuelve en una prestación virtuosa: no da lugar a un objeto debido a sí, y, precisamente por esto, implica la presencia de otros. Esto significa que la actividad lingüística, considerada en su conjunto, no es producción (poiesis), ni cognición (episteme), sino acción (praxis).

        El lenguaje verbal humano no tiene ninguna obra para realizar porque no es un instrumento que pueda ser empleado en lugar de otro. Escribe Emile Benveniste:

En realidad, la comparación del lenguaje con un instrumento-y para que la comparación sea apenas inteligible debe tratarse de un instrumento material-debe ser tomada con desconfianza, como toda afirmación simplista ante el lenguaje. Hablar de instrumento implica contraponer al hombre con la naturaleza. La azada, la flecha, la rueda no se encuentran en la naturaleza, son artefactos. El lenguaje está en la naturaleza del hombre, que no lo ha fabricado. Estamos siempre inclinados a imaginar un período originario en el cual un hombre completo descubriría a un similar, también completo, y entre ambos, en seguida, elaborarían al lenguaje. Esto es pura fantasía. Nunca podremos aprehender al hombre separado del lenguaje, ni lo veremos jamás en el acto de inventarlo (Benveniste 1958ª, pp. 310-y sig.)

        Quien habla realiza una acción en sí misma, de igual modo que puede decirse en sí mismos al ver o el respirar. Hablar, ver y respirar son acciones que manifiestan el modo de ser de un determinado organismo biológico, concurriendo a su “vivir bien en sentido total”. Hablamos, pero no por haber constatado que el uso del lenguaje sea ventajoso; del mismo modo que vivimos, pero no porque creamos útil a la vida.

        Es innegable, sin embargo, que nos servimos del lenguaje para obtener una miríada de objetivos particulares: intimidar, seducir, conmover, engañar, medir un perímetro, desencadenar un bombardeo aéreo, organizar una huelga y demás. Son por lo tanto innumerables los casos en los que el lenguaje parece un utensilio aprovechable para obtener resultados no lingüísticos. Pero se podría observar que, los fines obtenidos cada tanto mediante la palabra no son en modo alguno concebibles, en cuanto tales, si no sobre la base de la palabra: de modo que siempre se trata de fines del lenguaje. Parafraseando a Wittgenstein: “sé a qué cosa tiendo antes de haberla alcanzado” solamente porque “he aprendido a hablar” (Wittgenstein 1953, § 441). O también, lapidariamente: “En lenguaje, expectación y cumplimiento se tocan” (ibid. § 445).

        Pero no es este el punto crucial. Admitamos por un momento que muchos de nuestros enunciados son pronunciados con fines extra-lingüísticos. Resta el hecho, dirimente, de que no se pueden ofrecer razones de la actividad locutoria, de sus peculiares leyes, yendo de uno a otro de estos fines extrínsecos, y ni siquiera de su totalidad. Creerlo sería como pretender explicar el funcionamiento de un juego a partir de diversos efectos que él pueda tener sobre los jugadores (divertirlos, aburrirlos, inducir su amistad o fomentar su rivalidad). Una pretensión de este tipo es, por el contrario, totalmente legítima allí donde no esté en cuestionamiento una praxis virtuosa sino la poiesis puesta a fabricar un producto autónomo: es la casa a construir, es decir el resultado final, lo que determina el detalle, la índole y los procedimientos de la actividad edilicia.

        La praxis verbal no depende de fines extra-lingüísticos, del mismo modo que la performance memorable del pianista no depende de la eventual avidez de riquezas de este último. La contraprueba consiste en que la claridad o justeza (en el sentido en que se define “justa” a la pirueta de un bailarín o a la entonación de un cantante) de nuestras frases no es mensurable en base a sus consecuencias. Wittgenstein:

Si quiero dar una forma determinada a un trozo de madera, entonces el golpe justo será aquel que produce esa forma. No obstante, no digo que es justo el razonamiento que tiene las consecuencias deseadas (Pragmatismo). Además, digo que un cierto cálculo es falso también si las acciones, que derivan de su resultado, han conducido al fin deseado (Wittgenstein 1969, p. 148).

        Merece atención la alusión polémica al “pragmatismo”. Sería un error creer que Wittgenstein critica a los pragmáticos por haber omitido el valor cognitivo de nuestros enunciados. Nada similar. Por paradójico que pueda parecer, el límite de ellos está, principalmente, en el desconocer el carácter de praxis del discurso humano; en desconocer, por lo tanto, el ser fin y norma de sí mismo. Juzgando perspicuos los enunciados que logran un cierto objetivo extra-lingüístico, el pragmatismo asimila desastrosamente la actividad del hablante con la poiesis.

4. Cocinar y hablar

        La distinción entre actuar (prattein) y producir (poiein), que se instala en el libro VI de la Ética a Nicomaco, es tomada casi al pie de la letra en la Gramática filosófica de Wittgenstein. Sólo que aquí, el obrar se unifica con el lenguaje. En una larga secuencia de fragmentos concatenados, Wittgenstein muestra el desvío lógico que separa las reglas incorporadas en la praxis lingüística de las reglas propuestas para la fabricación de algo manufacturado. Las primeras son arbitrarias, mientras que las segundas, no, siendo dictadas por las propiedades específicas del objeto al cual tienden, todo el tiempo, los esfuerzos productivos.

¿Por qué no llamo arbitrarias a las reglas del cocinar, y por qué estoy tentado de llamar arbitrarias a las reglas de la gramática? Porque pienso que el concepto de “cocinar” queda definido por el objeto del cocinar, mientras que no pienso que el concepto “lenguaje” sea definido por el objeto del lenguaje. Quien, cocinando, se ajusta a reglas diferentes de aquellas justas, cocina mal; pero quien juega ajedrez según reglas diferentes de las del ajedrez, juega otro juego; y quien se ajusta a reglas gramaticales distintas de las habituales, no por ello dice alguna cosa falsa, sino que dice otra cosa (Wittgenstein 1969, pp. 147 y sig.).

        Como no es definido por uno u otro objetivo ocasional, el lenguaje estipula por sí mismo los criterios a los que se atiene. “Las reglas de la gramática pueden ser denominadas “arbitrarias”, sin con esto se quiere decir que la finalidad de la gramática es solamente la del lenguaje” (Wittgenstein 1953, § 497). La unidad de medida no es separable de lo que debe ser medido; al contrario, instituye el fenómeno al cual se aplica. Dicho de otro modo: la regla no se limita a administrar la relación entre significados y realidad, sino que preside a la misma formación de cada significado. “No es posible ninguna discusión sobre si a la palabra “no” le viene bien (es decir, no se conforma a su significado) esta o aquella regla; en efecto, sin esta regla la palabra no tiene ya ningún significado, si cambiamos las reglas tiene un significado distinto (o ninguno): y ahora podríamos también cambiar la palabra” (Wittgenstein 1969, p. 147). Más allá de trazar una evidente discriminación entre lenguaje y producción, la arbitrariedad de las reglas hace huir también a la ilusión cognitivista según la cual el habla humana tendría la tarea de comunicar pensamientos ya pensados. Por un lado, como demuestra el ejemplo del “no”, hay muchos pensamientos vueltos posibles solamente por el lenguaje. Por otro, pero siempre en virtud de la misma arbitrariedad, hay muchos enunciados que no poseen ningún valor epistémico: ¿qué pensamiento expresa “maldito”, o “ayúdenme”, o “Dios mío”? Repitámoslo: ni poiesis ni tampoco episteme, el discurso humano es, en primer lugar, praxis.

        “Arbitrario” significa “natural”: ambos términos se implican recíprocamente, y, tal vez, rozan la sinonimia. Si fuese un artefacto, es decir, un instrumento, el lenguaje estaría sometido a reglas invariables, derivadas del mejor modo de aprovecharlo. Pero “el lenguaje está en la naturaleza del hombre, quien no lo ha fabricado”. La praxis verbal es un rasgo característico de nuestra especie. A diferencia de la comunicación animal, en la que cada señal individual corresponde unívocamente a una eventualidad ambiental particular (determinado peligro, posibilidad de obtener el alimento, etc.), el discurso humano es descomponible en “elementos de articulación carentes de significado [...] cuya combinación selectiva y distintiva da lugar a la unidad significante” (Benveniste 1952, p. 76). Se trata por lo tanto de una actividad biológica no vinculada con las configuraciones ambientales. De una actividad en sí misma, cuyo resultado encaja sin residuos con la ejecución. Y una actividad en sí misma no puede más que ser auto-regulada. La arbitrariedad de las reglas lingüísticas es, entonces, natural y hasta necesaria. “En el lenguaje, el único correlato de una necesidad natural es una regla arbitraria. Es la única cosa que, de esta necesidad, se puede trasvasar en una proposición” (Wittgenstein 1969, p. 147).

        Wittgenstein asume que la vida y el lenguaje son dos conceptos coextensivos:

       

“Un signo está siempre allí por un ser viviente, por lo que este debe ser algo esencial al signo”. Entonces ¿cómo se define un ser “viviente”? Pareciera que estoy pronto a definir al ser viviente recurriendo a la capacidad de utilizar un lenguaje de signos. Y, en efecto, el concepto de ser viviente posee una indeterminación del todo similar a la del concepto “lenguaje” (ibid., p.154 y sig.).

        Vida y lenguaje están unidos por la misma indeterminación porque, privados tal como están de cualquier finalidad extrínseca, ambos poseen reglas arbitrarias. Ahora, precisamente esta indeterminación entreabre el espacio de la acción, de la acción cuyo objeto consiste, por lo dicho, en “esto que puede ser de otra manera de la que es” (Aristóteles, Eth. Nic. 1140b 1-2). Nuestras enunciaciones delinean una especie de virtuosismo naturalista. Si es así, parece oportuno radicalizar la similitud inicial. La praxis lingüística es el modelo de toda ulterior actividad sin obra, la matriz de toda performance virtuosa particular. El artista ejecutante sólo retoma, en forma altamente especializada, la experiencia del simple locutor.

5. El lenguaje como fenómeno transicional

        Los estereotipos historiográficos, más allá de ciertas suspicacias, son injustos, pero dan en el blanco. Es decir que revelan algo importante. Dicen: la crítica con la que Chomsky refutó la tesis de Skinner en Verbal Behavior ha inaugurado una nueva etapa en la filosofía de la mente. Dicen: si el conductismo había considerado al lenguaje como un utensilio público, del que el individuo se apropia gracias a la influencia condicionante del ambiente social, Chomsky y la ciencia cognitiva han restablecido su carácter de dotación biológica por siempre compartida por todo miembro de la especie. Dicen: del lenguaje-instrumento, cuyo funcionamiento sería radicalmente exterior, se ha pasado, finalmente, al lenguaje-órgano, independiente del contexto histórico y ubicado por completo in interiore homine. Finalicemos aquí con estereotipos historiográficos. No es ahora importante discutir los fundamentos o intentar complicar su trama. La disputa entre Skinner y Chomsky, precisamente cuando es transmitida con el típico esquematismo de una parábola, resulta muy instructiva: muestra, en efecto, todas las dificultades para entender al lenguaje como órgano biológico de la praxis pública. Es casi inevitable ver la semejanza con la oscilación entre socialidad pragmática (pensemos en el “pragmatismo” deteriorado contra el que polemiza Wittgenstein) y mentalismo despolitizado; o también, como antiguamente, entre poiesis y episteme.

        Para detener la oscilación y aliviar las dificultades, conviene volver a mezclar las cartas e iniciar una nueva partida. La praxis lingüística elude la alternativa entre “interno” y “externo”, inescrutable representación mental y sólida realidad objetiva. Ella configura, ante todo, aquella zona intermedia preliminar, de la que manan ambas polaridades. En principio (desde un perfil lógico, se comprende), es el Verbo en cuanto Acción. La actividad locutoria se coloca en el confín entre yo y no-yo: vuelve posible la distinción de ambos ámbitos pero, de por sí, no pertenece nunca a uno u otro. Baste con pensar en la voz: emitida en el ambiente como parte del cuerpo, retorna luego al cuerpo como parte del ambiente. La acción verbal es, al mismo tiempo, llamativa e íntima; expuesta a los ojos de los demás es, sin embargo, inseparable de la persona contingente de aquel que la realiza. La praxis lingüística se radica en el hiato entre mente y mundo, hiato que no se deja llenar por una conducta prefijada, sino que debe ser apropiado mediante ejecuciones virtuosas y reglas arbitrarias. En lugar de hiato, el sicoanalista inglés Donald W. Winnicott [1] prefiere hablar de un “espacio potencial” en el que predomina todavía la anfibiedad, es decir, mezcla entre subjetivo y objetivo (Winnicott 1971, pp. 197 y sig.). Pues bien, el animal humano es un ser que obra precisamente porque, no estando encastrado en una esfera vital predeterminada, mora mayormente en esta área indefinida. El espacio potencial entre mente y mundo, auténtica tierra de nadie (y de todos) es un espacio constitutivamente público. Salvo agregar que semejante publicidad originaria no tiene ninguna afinidad con un estado de cosas exterior y, por otra parte, que no se opone a una recóndita realidad interior: ella constituye, en el mejor de los casos, el presupuesto común de dos términos antipódicos. Sólo cuando la tierra de nadie es colonizada por el lenguaje emerge una neta discriminación entre yo y no-yo, “dentro” y “fuera”, cognición y comportamiento.

        La acción verbal comparte muchas de las características que Winnicott atribuye a los denominados fenómenos transicionales. Son llamados así las experiencias situadas e medio camino entre los meandros de la psiquis (deseos, impulsos, intenciones, etc.) y el ámbito de las cosas y los hechos comprobables intersubjetivamente.

Tras el nacimiento del niño esta sustancia intermedia que une, y al mismo tiempo separa, está representada por objetos y fenómenos de los que se puede decir que, mientras son parte del niño lo son también del ambiente. Sólo gradualmente pretenderemos, del individuo que se desarrolla, una distinción plena y conciente entre realidad externa y realidad psíquica interna; permaneciendo, por cierto, los restos de la sustancia intermedia en la vida cultural de los adultos, y es eso lo que distingue a los seres humanos de los animales (arte, religión, filosofía) (Winnicott 1988, p. 179).

        Entre los fenómenos transicionales censados por Winnicott destaca mayormente la actividad lúdica. Al igual que la praxis lingüística y el virtuosismo del artista ejecutante, el juego es público pero no exterior (puesto que no da lugar a una obra independiente, “repudiable como no-yo [Winnicott 1971, p. 89]; personal pero no interior (puesto que no presupone representaciones mentales, sino, por el contrario, las provoca como reverberación o efecto colateral). Según Winnicott, mientras la realidad externa y la dotación instintiva poseen una indudable fijeza, el juego está marcado por un elevado grado de variabilidad y contingencia. Se puede decir: él ilustra bien aquella indeterminación que, a juicio de Wittgenstein, afecta al mismo tiempo a la vida y al lenguaje. Finalmente, pero no menos importante: a propósito de los fenómenos transicionales caduca la alternativa canónica entre innato y adquirido, teniendo vigencia, en cambio, un modelo paradojal: “El niño crea un fenómeno, pero este fenómeno no sería creado si ya no hubiese estado allí” (ibid., p. 138); algo que existía por su cuenta es reinventado ex novo. Esto vale para el juego, pero también, con toda claridad, para la actividad locutoria. El lenguaje, en cuanto órgano biológico de la praxis pública, es el más notable y difuso fenómeno transicional.

6. Sin guión

        El pianista toca un vals de Chopin, el actor recita la célebre parte del Julio César de Shakespeare, el bailarín se atiene a una coreografía que no le deja cometer errores. Los artistas ejecutantes utilizan, en suma, una partitura bien definida. No dan vida a algún objeto independiente, pero presuponen para siempre uno (el vals, el drama, etc.). Distintas son las cosas para el hablante. Él no posee una partitura determinada de la cual dar cuenta. Bien visto, la comparación saussuriana es aplicable sólo a su parte implícita: el locutor como músico; no a aquella formulada abiertamente: la lengua como sinfonía. Mientras que una sinfonía es un producto articulado en cada detalle, en suma, un acto cumplido tiempo atrás (por Beethoven, por ejemplo), la lengua que realiza la prestación virtuosa del hablante consiste ante todo en una simple potencialidad, sin partitura prefijada ni partes dotadas de consistencia autónoma, tratándose más bien, como ha enseñado el mismo Saussure, de “una unidad de diferencias eternamente negativas”, cada fragmento de la cual es definido por su “no-coincidencia con el resto” (Saussure 1922, p. 143). El que discurre, no sólo no crea una obra distinguible de la ejecución, sino que tampoco puede anclar la propia praxis a una obra pasada, revivible mediante la ejecución. La ausencia de un producto en sí mismo se ve tanto al final como al principio de la performance-enunciación. Es, por lo tanto, doble el virtuosismo del hablante: más allá de no dejar huellas tras de sí, no dispone ni siquiera de una senda preliminar a la cual ajustarse. También por esto el hablante constituye el caso más radical y paradigmático de artista ejecutante. La praxis lingüística, dos veces sin obra, tiene por única partitura a la amorfa potencia del hablar, al puro y simple poder-decir, la voz significante. Si la bravura del matarife está en proceder del modo más congruente e incisivo desde al acto-guión al acto-recitación, la sagacidad del hablante se deduce del modo en que articula cada vez desde el inicio la relación entre potencia y acto. Es precisamente dicha relación la que diferencia lo que habíamos denominado “virtuosismo naturalista”. Este último consiste, en efecto, en modular con ejecuciones referidas a sí mismas la indeterminación potencial de la vida-lenguaje.

        El hecho de que la partitura que recorre sea una mera potencia (dynamis), antes que un guión unívoco y detallado, separa a la actividad del hablante de la de los otros artistas ejecutantes, pero la instala más próxima a la noción aristotélica de praxis. Discutida en el libro VI de la Ética a Nicomaco, la clara bifurcación entre praxis ético-política y trabajo halla su fundamento en dos modalidades distintas de la relación potencia / acto, examinadas en el libro IX de la Metafísica. Aristóteles distingue los actos que se limitan a exhibir la potencia que les corresponde, y retornan siempre en un proceso circular, de los actos que se destacan según una progresión unidireccional, destinada a agotarse una vez logrados uno u otro objetivo extrínseco.

En algunos casos el fin último es el ejercicio mismo de la facultad (por ejemplo, el fin de la vista es la visión, y no se produce ninguna obra distinta por la vista); en otros, diversamente, se produce algo (por ejemplo, del arte de construir deriva, además de la acción de construir, la casa) [...]. En esos casos en los que no  hay lugar para algún otro producto, además de la actividad, la actividad está dentro de los propios agentes: por ejemplo, la visión está en aquel que ve, el pensamiento en el pensante, la vida en el alma (Met., IX, 1050ª, 1050b).

        Los actos que cumplen siempre de nuevo la potencia-guión son acciones; aquellos que toman su autorización de la potencia-premisa, alcanzando un fin distinto del ejercicio de la facultad, son, sobre todo, kinesis, simples movimientos. El locutor, que tiene por repertorio solamente a la potencia natural del hablar, no se aleja jamás de esta última. La pone en escena, la hace resonar, la ensaya, pero sin avanzar a otra cosa. Por esto, el locutor no realiza movimientos sino acciones.

        El paradojal “guión” del hablante es la potencia del decir, es decir, aquello de lo que depende la existencia de cualquier guión particular. Debemos precisar, aún, que la potencia-partitura se subdivide en dos especies distintas; la lengua histórico-natural y la facultad del lenguaje. El acto de palabra, vale decir, la prestación virtuosa, cumple tanto la una como la otra al unísono: pero se trata nada menos que de formas diversas de dynamis. La lengua, marcada por vicisitudes sociales y culturales, es un repertorio ilimitado de actos lingüísticos potenciales: pensemos, por ejemplo, en el conjunto de frases de amor componibles a partir del peculiar sistema fonético, lexical, gramatical del italiano o del turco. La facultad del lenguaje, dotación biológica común a toda la especie, no equivale de ningún modo, por el contrario, a una clase (ni siquiera indefinida y expansiva) de enunciados eventuales, sino que se identifica con la capacidad genérica de enunciar. Mientras la lengua anticipa como consecuencia, en la forma y el contenido, a los actos concretos que el hablante puede realizar, la facultad es informe y vacía de contenidos: pura potencia indeterminada, siempre heterogénea respecto a algún acto precisable.

        La ejecución del guión-lengua se reaprende en el contenido semántico de nuestros enunciados, en su mensaje comunicativo, en suma, en aquello que se dice. Y viceversa: el guión-facultad se deja ver en la misma acción de proferir algo, rompiendo el silencio, en suma, en el hecho de que se habla (cfr. infra, cap. 2). Las dos partituras de aquel artista ejecutante que es el animal lingüístico son siempre concomitantes e inseparables. Aunque en el interior del discurso efectivo una u otra gozan de mejor visibilidad. El guión-lengua es sin duda preeminente cada vez que la atención se dirige al mensaje comunicativo del enunciado. Pero hay ocasiones en las que lo que se dice no tiene ninguna importancia, siendo decisivo el hecho mismo de hablar, de mostrarse a la mirada de los demás como fuente de enunciaciones. He aquí que, cuando se comunica que se está comunicando (o sea, cuando sólo cuenta la acción de enunciar, no el texto determinado del enunciado), entonces resulta literalmente cierto que “el fin último es el ejercicio mismo de la facultad”.

7. Excursus sobre el teatro. La escena y las comillas

        El arte ejecutorio más próximo a la experiencia común del hablante es, sin dudas, el teatro. En el esfuerzo del actor ambulante conviven yuxtapuestas, y a veces indiscernibles, el particular virtuosismo requerido por la recitación sobre el escenario y el virtuosismo universal que inerva, de principio a fin, la praxis lingüística del Homo sapiens. El actor reproduce, en un ámbito bien delimitado y sirviéndose de técnicas especializadas, eso que todo locutor, es decir, todo hombre de acción, hace siempre: volverse visible al prójimo.

       

        Quien recita, actúa hablando. Pero quien actúa hablando, ¿recita? Esta es una pregunta menos frívola de lo que pudiera parecer a primera vista. Antes que limitarse a considerar la prestación del actor a la luz de los usos lingüísticos ordinarios, convendría proceder en sentido inverso, hipotetizando que la puesta en escena de un drama contribuiría a esclarecer algunos enmarañados problemas de la filosofía del lenguaje. Merece atención, en suma, la teatralidad insita en  cualquier discurso, por descuidado o torpe que sea. Además de un arte empíricamente determinado, el teatro constituye, tal vez, una forma a priori que estructura y califica toda la actividad verbal. Un hecho muy concreto y circunscrito, como es precisamente la recitación profesional, exhibe de inmediato ciertas condiciones de posibilidad de la experiencia lingüística en general: de ella es, quizá, el vívido diagrama. Entre las numerosas nociones específicamente teatrales que pueden aspirar al papel de concepto-guía para una reflexión acerca del lenguaje en cuanto praxis, deseo extrapolar aquí sólo dos: a) la existencia de una escena, es decir, de un área delimitada que asegura plena visibilidad al acontecimiento representado; b) las comillas entre las que está contenido todo lo que se dice en el curso del espectáculo. En la escena las comillas son una prerrogativa insustituible de la acción humana, no un simple expediente para imitar ante un público que ha pagado.

        a) Cualesquiera que sean sus gestos (un beso o una traicionera puñalada) y sus discursos (monólogos desconsolados o briosas seducciones), el actor usufructúa un espacio en el que unos u otros siempre resultan evidentes. Este espacio es la escena. En ella no hay lugar para la discreción de las representaciones mentales. Todo lo que allí sucede es manifiesto, realizado a la luz pública. El palco y los bastidores son el presupuesto trascendental de todo drama o comedia, la condición que posibilita su desarrollo. La escena confiere a las acciones el rango de fenómeno, puesto que las hace aparecer. Ofrece, por lo tanto, una solución, humilde pero eficaz, al problema crucial de la fenomenología de Husserl: distinguir al particular ente visible de la visibilidad como tal, el contenido de un fenómeno del phainesthai revelador que lo muestra. El espacio en que se desarrolla la representación no coincide con la suma de hechos y discursos que aloja, sino que es el requisito que garantiza su manifestación. El compás pronunciado por el actor atrae las miradas, pero es la escena la que instituye la aparición de todo lo que cada tanto aparece.

        En la praxis lingüística común, la que hace las veces de palco teatral es la enunciación. A fin de entender el término en la acepción específica sugerida por Benveniste: “nuestro objetivo es el acto mismo de producir un enunciado y no el texto del enunciado” (Benveniste 1970, p. 97). La escena de que se sirven todos aquellos que actúan verbalmente consiste en el simple tomar la palabra. La visibilidad del locutor depende de la “conversión del lenguaje en discurso” (ibid., p. 98), no de los contenidos y la modalidad de este último. Para entreabrir el espacio de la aparición, dentro del cual todo evento gana el status de fenómeno, está el tránsito del puro poder-decir (“antes de la enunciación no existe la posibilidad de la lengua” [ibid., p. 99]) a la emisión de una voz significante. La acción de enunciar, o sea el pasaje de la potencia al acto, es afirmada, dentro del mismo enunciado en acto, por algunos vocablos estratégicos: los deícticos “yo”, “esto”, “aquí”, “ahora”. Según Benveniste (1956, pp. 302-04), tales palabritas se refieren únicamente a la “situación de discurso” que, precisamente ellas, han creado. “Yo” es este que está hablando, diga lo que diga; si se quiere, es el actor distinto del personaje. “Aquí” y “ahora” indican el lugar y el momento de la enunciación, el espacio y el tiempo de la puesta en escena. “Esto” señala a todo aquello que rodea al locutor bajo las luces del escenario. La enunciación “introduce al que habla en la propia palabra” (Benveniste 1970, p. 99); es decir, lo introduce en la parte que se dispone a recitar.

        En Vita activa, Hannah Arendt pone de relieve dos rasgos característicos de la praxis humana: comenzar cualquier cosa de nuevo, sin requerir de una cadena causal; revelarse a sí a los otros hombres. El incipit contingente e inesperado, similar a un “segundo nacimiento”, constituye la acción en sentido estricto; la autoexhibición reveladora radica, en cambio, en el discurso con que el agente rinde cuentas de lo que hace (Arendt 1958, pp. 127-32). Pero, bien vistos, ambos aspectos individualizados por Arendt están ya presentes en la experiencia lingüística. Con tal que se distinga, con Benveniste, la acción de enunciar del texto del enunciado (o, como hemos propuesto hace poco, la “escena” del “drama”). Quien toma la palabra da inicio, cada vez, a un evento único e irrepetible. Utilizando el léxico conceptual de Arendt, se podría decir: el acto de romper el silencio es el inicio de la revelación. El mero pronunciamiento, de por sí privado de contenidos, procura sin embargo la máxima visibilidad a todo lo que el locutor dirá o hará: a sus relatos llenos de matices como también a sus gestos mudos.

        b) cuando el actor confiesa un secreto embarazoso, o insulta al amante infiel, o describe un huracán, sus palabras asemejan citas. No utiliza realmente aquellas palabras, sino que se limita a mencionarlas. Declamados sobre el escenario, los párrafos de un diálogo están siempre entre comillas. Agreguemos: lo estarían aún cuando no se tratara de una obra literaria, sino que constituyeran el fruto de la más desenfrenada improvisación. Es la escena como tal la que priva a las frases pronunciadas de su habitual funcionalidad. Las comillas expresan la relación entre espacio de aparición (palco y bastidores) y lo que allí aparece (el drama), condición trascendental de la representación y de los eventos representados, enunciación y texto del enunciado, acción de tomar la palabra y particular mensaje comunicativo. Y es evidente que esta relación traspasa el augusto ámbito de la recitación teatral, concerniendo ante todo a la praxis verbal en su conjunto.

        No es el caso si Gottlob Frege recurre muchas veces al teatro para esclarecer el estatuto de los enunciados que, estando dotados de un sentido (Sinn) intersubjetivo, carecen aún de una denotación (Bedeutung) comprobable. Un solo ejemplo: “Sería deseable disponer de una expresión especial para indicar los signos que deberían tener un solo sentido. Si, por ejemplo, conviniéramos en llamarlos “figuras”, entonces la palabra del actor sobre el escenario sería una figura, pues el mismo actor sería una figura” (Frege 1892, p. 384; cfr., también Id., 1918, pp. 50 y sig.). Allí donde falta la “búsqueda de la verdad”, es decir, un interés preeminente por la correspondencia biunívoca entre palabra y cosa, nuestras locuciones son “figuras” teatrales, Sinn sin Bedeutung, textos encerrados entre comillas. No muy distinto es el juicio de Husserl acerca de las “expresiones sin señal”, o sea sobre los enunciados desprovistos de valor informativo: cuando se profieren, “no hacen otra cosa más que representarse como personas que hablan y se comunican” (Husserl 1900-01, p. 303). Pero representarse a sí mismos como personas que hablan, ¿no significa entonces colocarse en escena, recitando las propias frases como si fuesen los párrafos de un guión? ¿No implica, entonces, esta autoexhibición teatral, el pasaje del uso efectivo de un cierto enunciado a la mera mención de él?

        A fin de comprender si el empleo de las comillas es una excepción, como parecen creer Frege y Husserl, o una característica basal del discurso humano, conviene razonar inversamente, preguntándose entonces en cuales casos es posible eliminar sin inconvenientes al embarazoso signo gráfico. Nuestros enunciados dejan de ser “figuras” teatrales en dos condiciones, solidarias entre ambas. La primera reside en otorgar un relieve exclusivo a la función cognitiva del lenguaje, ocultando provisoriamente su auténtica naturaleza de praxis. La segunda consiste en separar lo que se dice (contenido semántico) del hecho de que alguien ha tomado la palabra (enunciación), o sea en postular la autonomía del “drama” respecto de cualquier “escena”. Ahora sí, efectivamente, de las comillas no quedan rastros. Pero estas dos condiciones son excepcionales y artificiales. El lenguaje verbal es, ante todo, acción, praxis, y solo parcialmente deriva en cognición, episteme. Por otro lado, el texto de un enunciado envía siempre al acto de producirlo, del mismo modo que la representación presupone siempre un palco y bastidores. Anómala, o cuanto menos transitoria y reversible, es la ausencia de comillas.

        La actividad lingüística no es definida por los fines extrínsecos que cada tanto la persiguen: ni tampoco, que quede claro, por el objetivo de acrecentar el conocimiento científico. Omitir las comillas no es diferente de privilegiar por un momento uno u otro fin ocasional de nuestros discursos. Mantenerlas, reconociendo entonces su carácter originario, significa, al contrario, mantenerse fidelidad al funcionamiento efectivo del lenguaje. Las comillas señalan, en efecto, la arbitrariedad natural de las reglas lingüísticas, y también la consiguiente inseparabilidad de medios y fines, ejecución y resultado, uso y mención. No extravagante sino constitutiva e inextirpable es la teatralidad de la praxis verbal humana. Considerados de por sí, como algo referido al “vivir bien en sentido total”, los enunciados que proferimos son siempre “figuras” (en la acepción de Frege), Sinn todavía desvinculado de una Bedeutung. Y los agentes-locutores, digan lo que digan, no dejan nunca de “representarse a sí mismos como personas que hablan y se comunican”.



[1] Le debo a una sugerencia epistolar de Francesco Napolitano la idea de aproximar el lenguaje a los “fenómenos transicionales” estudiados por Winnicott.

 

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