JOSEFINA LUDMER -
ENTREVISTA A JOSEFINA LUDMER
Elogio de la literatura mala
La crítica literaria considera que en los 90 se ingresó en una era de cambios rotundos que afectaron a la literatura y que obligan a reconsiderar qué se entiende por "valor" literario. Hoy investiga el modo en que ciertas escrituras "fabrican" el mundo. Contaminada por la economía, la política y los medios, la palabra literaria -sostiene- entra en la realidad y ya no es posible saber si conserva su sesgo crítico. Ludmer también acercó a Ñ, en exclusiva, un texto sobre el destino de las lenguas en el tiempo de las migraciones.
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FLAVIA COSTA cultural@clarin.com.
Leo la literatura como si fuera un tarot, como borra de café, como instrumento para ver el mundo." La frase no debería sorprender: habla Josefina Ludmer, una de las más reconocidas y originales críticas literarias de la Argentina. Aunque a lo largo de la conversación dirá que no le gustaría que su próximo libro, el que contiene (en texto o en espíritu) la frase antedicha, estuviera en el estante de crítica literaria de las bibliotecas.
-¿Por qué?
-Porque considero que ya no hago crítica literaria.
-¿Qué hace, entonces?
-Trato de ver algo, algún punto del mundo en que vivimos, a través de la literatura. Leo el modo en que la literatura construye realidad, construye mundo, temporalidades, subjetividades, territorios, para pensar las condiciones de vida actuales. Y uso la literatura porque tengo entrenamiento en eso, pero se podría ver el mundo a través de cualquier cosa: la sociedad, el cuerpo, las creencias. Una vez que sabés leer algo, lo podés usar para pensar lo más general, incluso podría decir "lo humano" contemporáneo.
Discípula y mujer de Ramón Alcalde, maestra de escritores, lectores y docentes -durante la última dictadura pasaron por sus grupos de estudio privados Jorge Panesi, Alan Pauls, Claudia Kozak, Gabriela Nouzeilles, Fabián Lebenglik, entre muchos otros-, en 1973 Ludmer acompañó de cerca a Osvaldo Lamborghini, Germán García, Luis Gusmán, Ricardo Zelarayán y Jorge Quiroga, fundadores de una de las más importantes revistas literarias de la década: Literal
A partir de 1984 fue titular de Teoría Literaria II de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y entre 1992 y 2005, docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Yale, de la que hoy es profesora emérita. Desde esa posición a la vez reconcentrada y excéntrica (en la Argentina, "la que está en Yale", disfrutando las bondades del Imperio; en Estados Unidos, una "latinoamericana, judía, medio india"; es decir -subraya con orgullo- "una completa marginal"),
Ludmer desarrolló además una de las tareas que más le entusiasman: la de "agitadora cultural". Fue ella, por ejemplo, quien en 1999 contagió a editores y lectores porteños el interés, no siempre benevolente, por el libro Imperio, de Toni Negri y Michael Hardt; la que impulsó la lectura de Paolo Virno, Scott Lash y Brian Holmes; la que inculcó la importancia de leer lo escrito en el país en el marco de América latina. "Mi proyecto es ser algún día activista cultural. Siempre me pareció importante poner en circulación ideas, materiales diferentes. Nuestra cultura es muy provinciana, narcisista en el mal sentido. Hay que sacudirla un poco."
En esos años escribió Cien años de soledad: una interpretación (1972), Onetti. Los procesos de construcción del relato (1977), y los que probablemente son sus dos trabajos mayores: El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988) y El cuerpo del delito. Un Manual (1999), ambos traducidos al inglés y al portugués.
El nuevo libro que Ludmer está escribiendo ahora -desde hace al menos tres años, y que según estima tendrá unas doscientas páginas- implica una intervención crítica arriesgada, que inscribe en su propio "método" aquellas características (oscuras, ambiguas, por momentos incluso disolventes) de una sociedad que desde 1989 está viviendo lo que ella llama "el gran cambio".
En los últimos meses circularon en Internet dos artículos que anticipaban ese trabajo: Literaturas postautónomas y Literaturas postautónomas 2.0 (publicados en diciembre de 2006 y mayo de 2007; otro texto, todavía tentativo, sobre el tema, fue publicado en la revista Confines en 2004), que fueron muy reproducidos y ocasionalmente criticados a lo largo de este año. Cuando le escribo proponiéndole hacer una entrevista a partir de esos textos, Josefina Ludmer responde que sí y adjunta unas cuantas anotaciones. Dice primero: "Podríamos partir de un punto crucial para todos: que en los 90 entramos en otra etapa en la historia de las naciones, de los imperios y del capitalismo, y por lo tanto necesitamos categorías, nociones, conceptos para pensar el presente".
Cuando nos encontremos dirá también que su libro propone un contrapunto entre los años 60-70 y la actualidad, a partir de la idea de que ya no es posible pensar mediante algunas dicotomías entonces habituales (literatura nacional o cosmopolita, realista o fantástica, tradicional o de vanguardia, "pura" o "social", rural o urbana). Y que ya ni siquiera es posible, o necesario, distinguir en la literatura entre realidad histórica y ficción. Menciona como ejemplo de esta "entrada en fusión" una serie de libros escritos y publicados en la región en los últimos años: novelas que son casi transcripciones de chats o blogs (Monserrat, de Daniel Link),
crónicas que se leen como narrativa (como Banco a la sombra, de María Moreno), objetos enrarecidos en los que no es fácil distinguir si son diario íntimo o crónica, autobiografía o novela (como Ocio, de Fabián Casas). También menciona las puestas del proyecto Biodrama de Vivi Tellas, y señala que lo común a todas estas piezas es que en ellas no se sabe "si los personajes son reales o no, si la historia ocurrió o es inventada, si son ensayos, novelas, biografías, grabaciones o diarios. No se puede decir que sean realidad o ficción: son las dos cosas, oscilan entre ambas, o desdiferencian las categorías".
Ludmer propone para entender el presente de la literatura -de la crítica, del campo intelectual- partir del término "posautonomía", que apunta a designar el hecho de que cada vez es menos sencillo -y pertinente- trazar cierto tipo de fronteras y tensiones entre lo cultural, lo político y lo económico. Ella lo explica así: "Hoy todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)". Y en ese primer intercambio por escrito agrega: "Estamos ante el fin de una era en que la literatura tuvo una lógica interna y el poder de definirse y regirse 'por sus propias leyes' e instituciones -la crítica, la enseñanza, las academias, el periodismo- que debatían públicamente su función, su valor y su sentido. Es el fin de la autorreferencialidad de la literatura".
Es y no es anecdótico: Ludmer no se deja capturar -ni por un cuestionario ni por un régimen de lecturas ya explorado, por ella o por otros-, sino que impone su procedimiento, o su estilo, a cada intervención: construye al mismo tiempo un objeto -ya sea lo que ella bautizó como "realidadficción" o esta entrevista- y una máquina para abordarlo -ya sean los conceptos de "imaginación pública" y de "literatura diaspórica" o las premisas sólo a partir de las cuales accederá a hablar: ante cualquier otra pregunta dirá, con ironía y sonrisa descomunal, "ya no me interesa", o "me aburre", o "prefiero no hablar de eso"-.
-Su idea de posautonomía es, por un lado, una observación acerca del estado de la literatura actual, pero también una toma de posición respecto de la esfera autónoma de las artes. ¿Es una nueva forma de crítica a la institución literaria?
-No, la crítica a la institución corresponde más bien a los años 60 y 70. Hay que hacer una distinción -que no es fácil por momentos- entre la contracultura, la crítica al arte y a la práctica artística de los años 60 y 70, y la situación actual. En esos años se hablaba de "antiliteratura" o "antinovela"; se enfrentaba a la institución queriendo destruirla. Ahora la idea es más bien dejar que la institución siga existiendo, aun pertenecer a ella, pero señalando un espacio que la excede, que la desautoriza o la deja atrás. La institución sigue con sus problemas, sus ceremonias, sus entregas de premios, y me parece que va muriendo sola. Mientras que la literatura se renueva saliéndose de sí misma.
Muchas escrituras actuales siguen apareciendo como literatura, tienen el formato libro y conservan el nombre del autor, pero no se las puede leer con criterios o categorías literarias como autor, obra, estilo, texto, sentido, porque aplican a la literatura un vaciamiento radical: el sentido, la escritura, el autor, quedan sin densidad, "sin metáfora". No son ni un comentario de la realidad ni su "afuera".
El sentido es ocupado por la ambivalencia: son y no son literatura al mismo tiempo, son ficción y realidad, son "realidadficción".
-¿Sería que la literatura ve a la institución literaria como una especie de Estado, y entonces -como dirían Negri o Sandro Mezzadra-, en lugar de combatirla, entra en éxodo«p de ella?
-Cuando digo que la literatura entra en éxodo, o en diáspora, me refiero a que sale de una esfera pero al mismo tiempo permanece en ella, en el sentido bíblico de estar afuera pero simbólicamente adentro. Los libros que analizo no rompen definitivamente con la institución, pero se contaminan con elementos económicos, políticos, sociales, y crean un tipo de formación nueva, propia de la época de las empresas transnacionales del libro o de las oficinas del libro en las grandes cadenas de diarios, radios y TV. Son la literatura en la era de los medios.
-Usted dice, en este sentido, que hoy "los efectos de distribución son efectos de lectura".
-Sí, porque en este momento, mucho más que los autores o los estilos, lo que funciona como sentido es la distribución del libro: la pequeña editorial independiente que produce para el mercado interno "estetiza" el objeto; la gran cadena de distribución española produce un efecto "mercancía". Pero esto tiene que ver con que ya no funciona, o no de la misma manera, lo que Bourdieu llamaba "la lógica del campo", que está asociada a la autonomía de las esferas y a las luchas por el poder dentro de la literatura.
Las identidades literarias, que antes eran también identidades políticas, se desdibujan. Hoy el régimen político de los textos es mucho más ambivalente: uno lee Cosa de negros, de Washington Cucurto, y no se sabe si lo que se dice allí es que los dominicanos o paraguayos son así, que sólo piensan en la bailanta y el sexo, o si ésa es la mirada de un narrador o de una lengua racista. Es una mirada que perturba la lectura política porque muestra algo así como las dos caras. Se diluye el poder crítico, incluso subversivo que la literatura había asumido como política propia en la era de las esferas.
-¿Dónde se ejerce esa crítica, esa política?
-Es posible que esa política ya no sea posible en un sistema, en una realidad, que -como la nuestra- no tiene afueras y todo lo superpone. Es tal la superposición y contaminación de lo que antes estaba bien diferenciado y separado que, por ejemplo, hoy me es imposible hablar, como muchos siguen haciendo -al modo benjaminiano-, de "arte" y "política".
En la concepción de esferas autónomas, el problema eran las relaciones: la politización del arte o la estetización de la política, decía Benjamin. Hoy los problemas son las fusiones, las contaminaciones, los éxodos. Eso implica dejar a un lado, o entre paréntesis, la cuestión del valor de los textos literarios.
-¿Qué sería "dejar entre paréntesis el valor literario"?
-Yo creo que hay que reformularlo. A mí como lectora me gusta todo: me encanta El Quijote y también me encantan las prácticas de hoy. Me gusta la práctica literaria: que me cuenten algo, ver funcionar una lengua para construir mundos. Pero creo que lo que hace realmente mal es el dogmatismo. Decir: "hasta acá es la gran literatura, y de acá en adelante es una porquería".
Tenía colegas en Yale que decían que después del boom no había habido buena literatura en América latina. Y estoy totalmente en desacuerdo. Es reaccionario seguir aplicando criterios modernos, de la autonomía plena, a los textos contemporáneos. Por eso deberíamos discutir de nuevo qué es el valor literario, porque si cambia la literatura, cambia el valor, obviamente. ¿A qué llamamos hoy valor? ¿A la contemplación de destinos, a la existencia de un marco, a las relaciones especulares, al libro dentro del libro, a la densidad verbal, a las duplicaciones internas, las recursividades, los paralelismos, las paradojas, las citas y referencias, a todo eso que califica a la llamada gran literatura? Ahora quizá no encontrás eso, pero encontrás otras cosas muy valiosas.
-¿Por ejemplo?
-Estas nuevas literaturas fabrican presente y esa es una de sus políticas.
Salen de la literatura y entran a la realidad de lo cotidiano, donde lo cotidiano es la televisión, los blogs, el email, Internet, etcétera. Esa realidad cotidiana no es la realidad histórica del pensamiento realista y de su historia política y social, sino una realidad producida por los medios y las tecnologías. Una realidad que no requiere ser representada porque ella misma es pura representación. Un ejemplo es el del Thé»átre du Soleil. Me interesó ver cómo Ariane Mnouchkine, esta gran representante del teatro revolucionario y brechtiano de la generación del 68, trabaja ahora con el realismo cotidiano, opuesto al realismo histórico.
La narración clásica (como Cien años de soledad, de García Márquez, o Yo el Supremo, de Roa Bastos, o El mandato, de José Pablo Feinmann, o novelas históricas como La revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera) distinguía claramente entre lo histórico como "real" y lo "literario" como fábula, mito, alegoría o subjetividad, y producía una tensión entre ambos: la ficción era esa tensión. La ficción era la realidad histórica -política y social- pasada por un mito, una fábula, una subjetividad. El realismo cotidiano, en cambio, se nutre, por un lado, de la repetición: el ritual de la comida, la escena del día a día. Y por otro, del flash del instante, el accidente, el acontecimiento; la gente común que un día se entera que tiene cáncer, o que vende la casa, o que se separa: esos momentos de cualquiera que dividen la vida en dos. Esto nos habla de otra vivencia del tiempo, de una nueva temporalidad y una nueva conciencia histórica: la del instante que parte el tiempo, y está como fuera de la Historia con mayúsculas.
-Pero si el eje es lo cotidiano, ¿dónde aparece la relación con la Historia? ¿No implica esto un abandono de la discusión y elaboración de procesos contemporáneos, que hoy podrían ser desde el escenario de la «pguerra de Irak como, más localmente, la cuestión de la nacionalización del petróleo?
-Por supuesto que hay que discutir guerra, petróleo, imperios, imperialismos. Pero por los ejemplos que das, más que de historia yo hablaría de política. Y te diría, en forma siempre tentativa o fantástica, que la gran Historia se disuelve, como el pasado, en el presente, en el acontecimiento o accidente del presente o en la vida cotidiana del presente. La gran Historia aparecería más como política y memoria. Y allí veo un cambio de configuraciones temporales, lo que implica un cambio de conciencia histórica. A partir de la caída del Muro de Berlín cae también un elemento de futuridad que es la clave para pensar las diferencias temporales y también la historia. En los 60 no dudábamos de que la revolución era inevitable: el futuro era revolucionario y era un futuro de justicia. Hoy en cambio el futuro parece haber desaparecido; sólo existen los pasados, todos los pasados, conviviendo en el presente. Y el futuro aparece como un presente extendido.
-Si vemos esto en la literatura, las nuevas escrituras que usted describe conviven con otras: las obras literarias tal como se conocían hasta ahora, con sus fastos, sus ceremonias, sus proyectos, sus criterios de valor... ¿Cómo lee esa convivencia?
- En la literatura, diría que junto a los best-sellers y a las escrituras que suelen llamarse "malas" (y que yo no considero nada malas), de ahora, existe la buena vieja literatura, con múltiples lecturas. La literatura hoy incluye todo su pasado, aun el de cuando todavía no era "literatura", y puede ser crónica, carta, mensaje, diálogo, testimonio. El problema justamente es leer el hecho crucial de que "lo anterior" está presente en el presente, junto con formas aparentemente nuevas. En otro campo, y para repetir lo que ya he escrito: ese es el problema del libro Imperio. Hardt y Negri consideran que la etapa imperialista está concluida y que ahora rige sólo el imperio desterritorializado: hacen un corte en la periodización.
Discrepo desde nuestra región: está el Imperio, pero también el imperialismo -donde el imperialismo es un modo de expansión y dominación nacional sobre otros territorios-. Y ésa es una de las claves de lo que debemos leer: cuáles son las relaciones entre Imperio e imperialismo, entre presentes y pasados. El primer capítulo de mi libro se titula "Temporalidades del presente" y trata este problema.
Es un análisis de muchas ficciones que salieron en la Argentina en el año 2000. Y mi hipótesis es que a partir de esta cancelación del futuro, y gracias a la tecnología, el presente se densifica enormemente y absorbe todos los pasados. La novela de ciencia ficción El juego de los mundos, de César Aira, lo muestra bien, así como El árbol de Saussure. Una utopía, de Héctor Libertella, cuya atmósfera es, en cierta medida, fantástica; porque vivimos en una utopía realizada.
-Una utopía bastante terrorífica.
-Sí, hoy vivimos en la utopía realizada del liberalismo de circulación mundial de la mercancía. El proyecto utópico del liberalismo del siglo XVIII fue que todo el mundo se abriera al comercio mundial y que todo circulara, y estamos viviendo eso. Uno podría decir que, en cierto modo, el futuro cae cuando las utopías se realizan. Entonces, ¿cómo se piensa una situación de utopía realizada? Se piensa desde y en el presente, o se piensa "en presente". Y también la historia se piensa en presente. Por eso es fundamental ver cómo funciona esa máquina de fabricar presente hoy. Nos adherimos al presente para entenderlo.
-¿A qué se refiere con "imaginación pública"?
-La imaginación pública es todo lo que circula, los medios en su sentido más amplio, que incluye todo lo escrito y que es algo así como el aire que respiramos. Todo lo que se produce y circula y nos penetra, y que es individual y social, privado y público, imaginario y "real". La categoría de imaginación, que tomo de Appadurai, incluye en su interior toda la historia de lo imaginario: el imaginario social, la idea de la escuela de Frankfurt de imágenes producidas mecánicamente, la idea de comunidad imaginada y la de institución imaginaria de la sociedad.
Y la pienso pública de un modo utópico y despropiado, desprivatizador: como un trabajo social, anónimo y colectivo, sin dueños, que fabrica presente y realidad.
En esa masa global no hay un "afuera", y en esto difiero con ciertas utopías de los 60 y 70 que postulaban una "realidad verdadera" más allá de la máquina opresiva de los medios. Y por lo tanto las estrategias políticas cambian totalmente. Porque esa masa tiene un carácter doble: por un lado es el modo en que los ciudadanos son disciplinados y controlados y dominados, pero también es un trabajo creador: la facultad por la cual hay crítica y otras formas de vida colectiva.
-Usted dice que piensa utópicamente la imaginación pública como un trabajo social, anónimo y colectivo. Pero dice también que hay imperialismos e Imperio; es decir, que en esta fábrica del presente y de realidad hay desigualdades, hay por decir así proletarios de la imaginación pública, hay explotación. ¿Cómo pensar esa dimensión?
- Sí, para mí la imaginación pública es un territorio utópico, pero por supuesto existe la explotación: los que trabajan en toda la red que produce el presente son explotados.
Yo pienso como si ya hubiera ocurrido la liberación y esa creación de presente, de afectos, de creencias, de vidas cotidianas, fuera un trabajo libre de todos, como si ya no hubiera opresión. Es una posición totalmente utópica: me interesa pensar si desde ahí puedo captar algo, porque es la otra cara de la ambivalencia. Pero en la realidad lo que ocurre es la desigualdad más brutal, porque la globalización viene con una diferenciación tremenda: produce cientos de miles de pobres que están pataleando en el barro; condensa en el presente una suerte de historia de la humanidad, desde los hombres de las cavernas hasta el tipo que está conectado a Internet las 24 horas, con sus migraciones, sus desplazamientos forzosos... Sí: lo que podríamos llamar la explotación, la injusticia, el imperio y el imperialismo son brutales. Esa es la cara que muestra la utopía realizada del liberalismo, la contracara de mi utopía.
Elogio de la literatura mala
La crítica literaria considera que en los 90 se ingresó en una era de cambios rotundos que afectaron a la literatura y que obligan a reconsiderar qué se entiende por "valor" literario. Hoy investiga el modo en que ciertas escrituras "fabrican" el mundo. Contaminada por la economía, la política y los medios, la palabra literaria -sostiene- entra en la realidad y ya no es posible saber si conserva su sesgo crítico. Ludmer también acercó a Ñ, en exclusiva, un texto sobre el destino de las lenguas en el tiempo de las migraciones.
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FLAVIA COSTA cultural@clarin.com.
Leo la literatura como si fuera un tarot, como borra de café, como instrumento para ver el mundo." La frase no debería sorprender: habla Josefina Ludmer, una de las más reconocidas y originales críticas literarias de la Argentina. Aunque a lo largo de la conversación dirá que no le gustaría que su próximo libro, el que contiene (en texto o en espíritu) la frase antedicha, estuviera en el estante de crítica literaria de las bibliotecas.
-¿Por qué?
-Porque considero que ya no hago crítica literaria.
-¿Qué hace, entonces?
-Trato de ver algo, algún punto del mundo en que vivimos, a través de la literatura. Leo el modo en que la literatura construye realidad, construye mundo, temporalidades, subjetividades, territorios, para pensar las condiciones de vida actuales. Y uso la literatura porque tengo entrenamiento en eso, pero se podría ver el mundo a través de cualquier cosa: la sociedad, el cuerpo, las creencias. Una vez que sabés leer algo, lo podés usar para pensar lo más general, incluso podría decir "lo humano" contemporáneo.
Discípula y mujer de Ramón Alcalde, maestra de escritores, lectores y docentes -durante la última dictadura pasaron por sus grupos de estudio privados Jorge Panesi, Alan Pauls, Claudia Kozak, Gabriela Nouzeilles, Fabián Lebenglik, entre muchos otros-, en 1973 Ludmer acompañó de cerca a Osvaldo Lamborghini, Germán García, Luis Gusmán, Ricardo Zelarayán y Jorge Quiroga, fundadores de una de las más importantes revistas literarias de la década: Literal
A partir de 1984 fue titular de Teoría Literaria II de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y entre 1992 y 2005, docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Yale, de la que hoy es profesora emérita. Desde esa posición a la vez reconcentrada y excéntrica (en la Argentina, "la que está en Yale", disfrutando las bondades del Imperio; en Estados Unidos, una "latinoamericana, judía, medio india"; es decir -subraya con orgullo- "una completa marginal"),
Ludmer desarrolló además una de las tareas que más le entusiasman: la de "agitadora cultural". Fue ella, por ejemplo, quien en 1999 contagió a editores y lectores porteños el interés, no siempre benevolente, por el libro Imperio, de Toni Negri y Michael Hardt; la que impulsó la lectura de Paolo Virno, Scott Lash y Brian Holmes; la que inculcó la importancia de leer lo escrito en el país en el marco de América latina. "Mi proyecto es ser algún día activista cultural. Siempre me pareció importante poner en circulación ideas, materiales diferentes. Nuestra cultura es muy provinciana, narcisista en el mal sentido. Hay que sacudirla un poco."
En esos años escribió Cien años de soledad: una interpretación (1972), Onetti. Los procesos de construcción del relato (1977), y los que probablemente son sus dos trabajos mayores: El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988) y El cuerpo del delito. Un Manual (1999), ambos traducidos al inglés y al portugués.
El nuevo libro que Ludmer está escribiendo ahora -desde hace al menos tres años, y que según estima tendrá unas doscientas páginas- implica una intervención crítica arriesgada, que inscribe en su propio "método" aquellas características (oscuras, ambiguas, por momentos incluso disolventes) de una sociedad que desde 1989 está viviendo lo que ella llama "el gran cambio".
En los últimos meses circularon en Internet dos artículos que anticipaban ese trabajo: Literaturas postautónomas y Literaturas postautónomas 2.0 (publicados en diciembre de 2006 y mayo de 2007; otro texto, todavía tentativo, sobre el tema, fue publicado en la revista Confines en 2004), que fueron muy reproducidos y ocasionalmente criticados a lo largo de este año. Cuando le escribo proponiéndole hacer una entrevista a partir de esos textos, Josefina Ludmer responde que sí y adjunta unas cuantas anotaciones. Dice primero: "Podríamos partir de un punto crucial para todos: que en los 90 entramos en otra etapa en la historia de las naciones, de los imperios y del capitalismo, y por lo tanto necesitamos categorías, nociones, conceptos para pensar el presente".
Cuando nos encontremos dirá también que su libro propone un contrapunto entre los años 60-70 y la actualidad, a partir de la idea de que ya no es posible pensar mediante algunas dicotomías entonces habituales (literatura nacional o cosmopolita, realista o fantástica, tradicional o de vanguardia, "pura" o "social", rural o urbana). Y que ya ni siquiera es posible, o necesario, distinguir en la literatura entre realidad histórica y ficción. Menciona como ejemplo de esta "entrada en fusión" una serie de libros escritos y publicados en la región en los últimos años: novelas que son casi transcripciones de chats o blogs (Monserrat, de Daniel Link),
crónicas que se leen como narrativa (como Banco a la sombra, de María Moreno), objetos enrarecidos en los que no es fácil distinguir si son diario íntimo o crónica, autobiografía o novela (como Ocio, de Fabián Casas). También menciona las puestas del proyecto Biodrama de Vivi Tellas, y señala que lo común a todas estas piezas es que en ellas no se sabe "si los personajes son reales o no, si la historia ocurrió o es inventada, si son ensayos, novelas, biografías, grabaciones o diarios. No se puede decir que sean realidad o ficción: son las dos cosas, oscilan entre ambas, o desdiferencian las categorías".
Ludmer propone para entender el presente de la literatura -de la crítica, del campo intelectual- partir del término "posautonomía", que apunta a designar el hecho de que cada vez es menos sencillo -y pertinente- trazar cierto tipo de fronteras y tensiones entre lo cultural, lo político y lo económico. Ella lo explica así: "Hoy todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)". Y en ese primer intercambio por escrito agrega: "Estamos ante el fin de una era en que la literatura tuvo una lógica interna y el poder de definirse y regirse 'por sus propias leyes' e instituciones -la crítica, la enseñanza, las academias, el periodismo- que debatían públicamente su función, su valor y su sentido. Es el fin de la autorreferencialidad de la literatura".
Es y no es anecdótico: Ludmer no se deja capturar -ni por un cuestionario ni por un régimen de lecturas ya explorado, por ella o por otros-, sino que impone su procedimiento, o su estilo, a cada intervención: construye al mismo tiempo un objeto -ya sea lo que ella bautizó como "realidadficción" o esta entrevista- y una máquina para abordarlo -ya sean los conceptos de "imaginación pública" y de "literatura diaspórica" o las premisas sólo a partir de las cuales accederá a hablar: ante cualquier otra pregunta dirá, con ironía y sonrisa descomunal, "ya no me interesa", o "me aburre", o "prefiero no hablar de eso"-.
-Su idea de posautonomía es, por un lado, una observación acerca del estado de la literatura actual, pero también una toma de posición respecto de la esfera autónoma de las artes. ¿Es una nueva forma de crítica a la institución literaria?
-No, la crítica a la institución corresponde más bien a los años 60 y 70. Hay que hacer una distinción -que no es fácil por momentos- entre la contracultura, la crítica al arte y a la práctica artística de los años 60 y 70, y la situación actual. En esos años se hablaba de "antiliteratura" o "antinovela"; se enfrentaba a la institución queriendo destruirla. Ahora la idea es más bien dejar que la institución siga existiendo, aun pertenecer a ella, pero señalando un espacio que la excede, que la desautoriza o la deja atrás. La institución sigue con sus problemas, sus ceremonias, sus entregas de premios, y me parece que va muriendo sola. Mientras que la literatura se renueva saliéndose de sí misma.
Muchas escrituras actuales siguen apareciendo como literatura, tienen el formato libro y conservan el nombre del autor, pero no se las puede leer con criterios o categorías literarias como autor, obra, estilo, texto, sentido, porque aplican a la literatura un vaciamiento radical: el sentido, la escritura, el autor, quedan sin densidad, "sin metáfora". No son ni un comentario de la realidad ni su "afuera".
El sentido es ocupado por la ambivalencia: son y no son literatura al mismo tiempo, son ficción y realidad, son "realidadficción".
-¿Sería que la literatura ve a la institución literaria como una especie de Estado, y entonces -como dirían Negri o Sandro Mezzadra-, en lugar de combatirla, entra en éxodo«p de ella?
-Cuando digo que la literatura entra en éxodo, o en diáspora, me refiero a que sale de una esfera pero al mismo tiempo permanece en ella, en el sentido bíblico de estar afuera pero simbólicamente adentro. Los libros que analizo no rompen definitivamente con la institución, pero se contaminan con elementos económicos, políticos, sociales, y crean un tipo de formación nueva, propia de la época de las empresas transnacionales del libro o de las oficinas del libro en las grandes cadenas de diarios, radios y TV. Son la literatura en la era de los medios.
-Usted dice, en este sentido, que hoy "los efectos de distribución son efectos de lectura".
-Sí, porque en este momento, mucho más que los autores o los estilos, lo que funciona como sentido es la distribución del libro: la pequeña editorial independiente que produce para el mercado interno "estetiza" el objeto; la gran cadena de distribución española produce un efecto "mercancía". Pero esto tiene que ver con que ya no funciona, o no de la misma manera, lo que Bourdieu llamaba "la lógica del campo", que está asociada a la autonomía de las esferas y a las luchas por el poder dentro de la literatura.
Las identidades literarias, que antes eran también identidades políticas, se desdibujan. Hoy el régimen político de los textos es mucho más ambivalente: uno lee Cosa de negros, de Washington Cucurto, y no se sabe si lo que se dice allí es que los dominicanos o paraguayos son así, que sólo piensan en la bailanta y el sexo, o si ésa es la mirada de un narrador o de una lengua racista. Es una mirada que perturba la lectura política porque muestra algo así como las dos caras. Se diluye el poder crítico, incluso subversivo que la literatura había asumido como política propia en la era de las esferas.
-¿Dónde se ejerce esa crítica, esa política?
-Es posible que esa política ya no sea posible en un sistema, en una realidad, que -como la nuestra- no tiene afueras y todo lo superpone. Es tal la superposición y contaminación de lo que antes estaba bien diferenciado y separado que, por ejemplo, hoy me es imposible hablar, como muchos siguen haciendo -al modo benjaminiano-, de "arte" y "política".
En la concepción de esferas autónomas, el problema eran las relaciones: la politización del arte o la estetización de la política, decía Benjamin. Hoy los problemas son las fusiones, las contaminaciones, los éxodos. Eso implica dejar a un lado, o entre paréntesis, la cuestión del valor de los textos literarios.
-¿Qué sería "dejar entre paréntesis el valor literario"?
-Yo creo que hay que reformularlo. A mí como lectora me gusta todo: me encanta El Quijote y también me encantan las prácticas de hoy. Me gusta la práctica literaria: que me cuenten algo, ver funcionar una lengua para construir mundos. Pero creo que lo que hace realmente mal es el dogmatismo. Decir: "hasta acá es la gran literatura, y de acá en adelante es una porquería".
Tenía colegas en Yale que decían que después del boom no había habido buena literatura en América latina. Y estoy totalmente en desacuerdo. Es reaccionario seguir aplicando criterios modernos, de la autonomía plena, a los textos contemporáneos. Por eso deberíamos discutir de nuevo qué es el valor literario, porque si cambia la literatura, cambia el valor, obviamente. ¿A qué llamamos hoy valor? ¿A la contemplación de destinos, a la existencia de un marco, a las relaciones especulares, al libro dentro del libro, a la densidad verbal, a las duplicaciones internas, las recursividades, los paralelismos, las paradojas, las citas y referencias, a todo eso que califica a la llamada gran literatura? Ahora quizá no encontrás eso, pero encontrás otras cosas muy valiosas.
-¿Por ejemplo?
-Estas nuevas literaturas fabrican presente y esa es una de sus políticas.
Salen de la literatura y entran a la realidad de lo cotidiano, donde lo cotidiano es la televisión, los blogs, el email, Internet, etcétera. Esa realidad cotidiana no es la realidad histórica del pensamiento realista y de su historia política y social, sino una realidad producida por los medios y las tecnologías. Una realidad que no requiere ser representada porque ella misma es pura representación. Un ejemplo es el del Thé»átre du Soleil. Me interesó ver cómo Ariane Mnouchkine, esta gran representante del teatro revolucionario y brechtiano de la generación del 68, trabaja ahora con el realismo cotidiano, opuesto al realismo histórico.
La narración clásica (como Cien años de soledad, de García Márquez, o Yo el Supremo, de Roa Bastos, o El mandato, de José Pablo Feinmann, o novelas históricas como La revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera) distinguía claramente entre lo histórico como "real" y lo "literario" como fábula, mito, alegoría o subjetividad, y producía una tensión entre ambos: la ficción era esa tensión. La ficción era la realidad histórica -política y social- pasada por un mito, una fábula, una subjetividad. El realismo cotidiano, en cambio, se nutre, por un lado, de la repetición: el ritual de la comida, la escena del día a día. Y por otro, del flash del instante, el accidente, el acontecimiento; la gente común que un día se entera que tiene cáncer, o que vende la casa, o que se separa: esos momentos de cualquiera que dividen la vida en dos. Esto nos habla de otra vivencia del tiempo, de una nueva temporalidad y una nueva conciencia histórica: la del instante que parte el tiempo, y está como fuera de la Historia con mayúsculas.
-Pero si el eje es lo cotidiano, ¿dónde aparece la relación con la Historia? ¿No implica esto un abandono de la discusión y elaboración de procesos contemporáneos, que hoy podrían ser desde el escenario de la «pguerra de Irak como, más localmente, la cuestión de la nacionalización del petróleo?
-Por supuesto que hay que discutir guerra, petróleo, imperios, imperialismos. Pero por los ejemplos que das, más que de historia yo hablaría de política. Y te diría, en forma siempre tentativa o fantástica, que la gran Historia se disuelve, como el pasado, en el presente, en el acontecimiento o accidente del presente o en la vida cotidiana del presente. La gran Historia aparecería más como política y memoria. Y allí veo un cambio de configuraciones temporales, lo que implica un cambio de conciencia histórica. A partir de la caída del Muro de Berlín cae también un elemento de futuridad que es la clave para pensar las diferencias temporales y también la historia. En los 60 no dudábamos de que la revolución era inevitable: el futuro era revolucionario y era un futuro de justicia. Hoy en cambio el futuro parece haber desaparecido; sólo existen los pasados, todos los pasados, conviviendo en el presente. Y el futuro aparece como un presente extendido.
-Si vemos esto en la literatura, las nuevas escrituras que usted describe conviven con otras: las obras literarias tal como se conocían hasta ahora, con sus fastos, sus ceremonias, sus proyectos, sus criterios de valor... ¿Cómo lee esa convivencia?
- En la literatura, diría que junto a los best-sellers y a las escrituras que suelen llamarse "malas" (y que yo no considero nada malas), de ahora, existe la buena vieja literatura, con múltiples lecturas. La literatura hoy incluye todo su pasado, aun el de cuando todavía no era "literatura", y puede ser crónica, carta, mensaje, diálogo, testimonio. El problema justamente es leer el hecho crucial de que "lo anterior" está presente en el presente, junto con formas aparentemente nuevas. En otro campo, y para repetir lo que ya he escrito: ese es el problema del libro Imperio. Hardt y Negri consideran que la etapa imperialista está concluida y que ahora rige sólo el imperio desterritorializado: hacen un corte en la periodización.
Discrepo desde nuestra región: está el Imperio, pero también el imperialismo -donde el imperialismo es un modo de expansión y dominación nacional sobre otros territorios-. Y ésa es una de las claves de lo que debemos leer: cuáles son las relaciones entre Imperio e imperialismo, entre presentes y pasados. El primer capítulo de mi libro se titula "Temporalidades del presente" y trata este problema.
Es un análisis de muchas ficciones que salieron en la Argentina en el año 2000. Y mi hipótesis es que a partir de esta cancelación del futuro, y gracias a la tecnología, el presente se densifica enormemente y absorbe todos los pasados. La novela de ciencia ficción El juego de los mundos, de César Aira, lo muestra bien, así como El árbol de Saussure. Una utopía, de Héctor Libertella, cuya atmósfera es, en cierta medida, fantástica; porque vivimos en una utopía realizada.
-Una utopía bastante terrorífica.
-Sí, hoy vivimos en la utopía realizada del liberalismo de circulación mundial de la mercancía. El proyecto utópico del liberalismo del siglo XVIII fue que todo el mundo se abriera al comercio mundial y que todo circulara, y estamos viviendo eso. Uno podría decir que, en cierto modo, el futuro cae cuando las utopías se realizan. Entonces, ¿cómo se piensa una situación de utopía realizada? Se piensa desde y en el presente, o se piensa "en presente". Y también la historia se piensa en presente. Por eso es fundamental ver cómo funciona esa máquina de fabricar presente hoy. Nos adherimos al presente para entenderlo.
-¿A qué se refiere con "imaginación pública"?
-La imaginación pública es todo lo que circula, los medios en su sentido más amplio, que incluye todo lo escrito y que es algo así como el aire que respiramos. Todo lo que se produce y circula y nos penetra, y que es individual y social, privado y público, imaginario y "real". La categoría de imaginación, que tomo de Appadurai, incluye en su interior toda la historia de lo imaginario: el imaginario social, la idea de la escuela de Frankfurt de imágenes producidas mecánicamente, la idea de comunidad imaginada y la de institución imaginaria de la sociedad.
Y la pienso pública de un modo utópico y despropiado, desprivatizador: como un trabajo social, anónimo y colectivo, sin dueños, que fabrica presente y realidad.
En esa masa global no hay un "afuera", y en esto difiero con ciertas utopías de los 60 y 70 que postulaban una "realidad verdadera" más allá de la máquina opresiva de los medios. Y por lo tanto las estrategias políticas cambian totalmente. Porque esa masa tiene un carácter doble: por un lado es el modo en que los ciudadanos son disciplinados y controlados y dominados, pero también es un trabajo creador: la facultad por la cual hay crítica y otras formas de vida colectiva.
-Usted dice que piensa utópicamente la imaginación pública como un trabajo social, anónimo y colectivo. Pero dice también que hay imperialismos e Imperio; es decir, que en esta fábrica del presente y de realidad hay desigualdades, hay por decir así proletarios de la imaginación pública, hay explotación. ¿Cómo pensar esa dimensión?
- Sí, para mí la imaginación pública es un territorio utópico, pero por supuesto existe la explotación: los que trabajan en toda la red que produce el presente son explotados.
Yo pienso como si ya hubiera ocurrido la liberación y esa creación de presente, de afectos, de creencias, de vidas cotidianas, fuera un trabajo libre de todos, como si ya no hubiera opresión. Es una posición totalmente utópica: me interesa pensar si desde ahí puedo captar algo, porque es la otra cara de la ambivalencia. Pero en la realidad lo que ocurre es la desigualdad más brutal, porque la globalización viene con una diferenciación tremenda: produce cientos de miles de pobres que están pataleando en el barro; condensa en el presente una suerte de historia de la humanidad, desde los hombres de las cavernas hasta el tipo que está conectado a Internet las 24 horas, con sus migraciones, sus desplazamientos forzosos... Sí: lo que podríamos llamar la explotación, la injusticia, el imperio y el imperialismo son brutales. Esa es la cara que muestra la utopía realizada del liberalismo, la contracara de mi utopía.
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